domingo, 29 de junio de 2008

El Poeta cabeza abajo del sí pero no (I)


Conocí al Poeta en un recital de poesía al que el azar, y una amiga, me llevaron una tarde. Lo nombro así porque entre los poetas para mí él es único, es con quien yo puedo hablar y saber el teléfono de su casa. De repente un grupo de amigos y de desconocidos terminamos sentados en la sala de mi casa. En el transcurso de aquella noche áspera en La Habana de finales de los noventa, con entendida complicidad, todos se fueron marchando, dejándonos completamente solos. Asediada ante tal solemnidad de circunstancias, yo no supe hacer otra cosa que sentarme a seducir a mi recién conocido poeta.
Quería deslumbrarlo. Yo contaba con una infalible, hasta entonces, maniobra intelectual. Le sonreía mientras le hablaba con enrevesados vericuetos lingüísticos y citas históricas, con calculadas referencias lacanianas, y con, ¡oh, sorpresa! afinidades de gustos, música, libros, e incluso, un inusitado descubrimiento de que siempre habíamos sido vecinos…
Y el Poeta, sin dejar de mirarme a los ojos, allí mismo, en un acto verdadero como para quebrar todo mi hechizo, que ya le atenazaba sin remedio, me paró en seco y me propuso una apuesta terrible, que aún hoy recuerdo. Si yo la perdía, esa misma noche él me besaría, y de lo contrario, si yo ganaba, no recuerdo por qué, injustamente no pasaba nada.
La apuesta en sí, a partir de una ridícula polémica sobre un periodo de la Historia de la humanidad, nos enfrentaba tercamente, bien convencidos cada uno de tener la razón. (Con la terquedad pasan esas cosas también: se-detiene-la-razón, se-detenta-la-razón, sé-de-tener-la-razón).
El desespero por ganar tenía en nosotros signos muy diferentes. Y por eso temblé mientras veía que el poeta se arrellanaba calmadamente en mi sofá. Esa noche yo, joven y asustada, me concentraba en desesperadas consultas a enciclopedias y libros de Historia en la biblioteca de mi casa. La solución finalmente se nos deshizo con diferentes interpretaciones (¡lingüísticas, claro!) sin posibilidad de consenso alguno. Creo que fui salvada también, hoy lo confieso, con algún retorcido y tramposo hallazgo.
Nos despedimos esa noche sin culpas pero con anhelos, sosteniendo mi promesa de volver a vernos pocos días después en su propio recital de poesía.
Y quizás compelida por el fuerte soplo del Poeta en aquella noche ingenua, poco tiempo después me enamoré perdidamente, y sin dudarlo. De otro hombre.

Aquel período de dominación en la Historia, todavía no sé cuántos siglos duró realmente. ¡Ah, pero nuestra pequeña historia de dominación...! No rendimos armas. Nunca. La lid está tendida ante nosotros siempre que nos encontramos.
Hace muy poco tiempo, el Poeta lee este escrito y me dice sin angustias, pero severamente: “Querida V., eres una princesa y siempre tenderé mi mano para ayudarte a bajar del carruaje. Gracias por compartir conmigo tu historia, pero no soy un poeta soy un hombre. (…)… porque si estabas interesada en el poeta sujeto no estabas dispuesta a explorar con la insuficiencia de las anticipación dejándote te atrapara en la atracción cuanto te identificabas con las sucesiones que se extienden a partir de una imagen-cuerpo fragmentada, puesto que tu totalidad ortopédica usaba la armadura en presencia de la entidad alienante.”
Sí, eso mismo. Y todo esto seguro que dará para otra entrada. (¡No, quiero decir, no es que, no… este que…! Bueno, léanlo como lo quieran leer, eh…)
*Foto: Un cuervo. Fotos de mi hermana L.)

El Poeta, la histeria y el No (II)


Todo aquel relato del Poeta pudiera quedarse muy bien ahí, de no ser por mi deformada propensión al análisis de estos menesteres que, en sí mismos, justo sea decirlo, claman más a la poesía que a la explicación. Y también, estorba aquí más el análisis por el simple hecho de que los malentendidos, si son originales e inaugurales en una relación, atraen con más fuerza al estallido de múltiples interpretaciones vanas. Porque nada los explica. Con nada se contentan.
Pero, no me puedo rehusar… Con un poeta no se juega a otra cosa que a las palabras, y en ese terreno es muy difícil plantarles frente. Mi estrategia se derretía pues, desde un principio, con emoción y con mi placer, ante este hombre.
Él, amo de las palabras, desde el encuentro mismo me develó el propio límite de ellas: el acto, hacer una apuesta y callarme de una vez.
En cambio, en un mismo pase de torero, yo le dejaría entrever para siempre que el deseo, más vivo se mantiene si se queda en el horizonte simbólico de las palabras, que en el frágil asiento de los labios.
Es muy divertida la pose femenina de lanzar los fuegos, brillar hasta encandilar al otro y luego asustarse y querer correr. Seducir sin compasión ni tino debería estarles prohibido a algunas mujeres, particularmente a aquellas que después no quieren hacerse responsables del acierto de sus propios dardos… ¿O será que el fin último es precisamente esquivar la lógica consecuencia de sus actos, y que así el hombre caiga, desorientado, al vacío? Existe, no obstante, una clase de hombres advertidos que soslayan con destreza y experiencia esta batalla. Esos, son adorables. Esos, nos hacen caer.
En psicoanálisis la histeria es por excelencia quien puede describirnos mejor esta estrategia de la seducción, este sí pero no, éstas verónicas, el ademán, los adelantos y retrocesos (con el mismo ímpetu, con la misma fatalidad). La histérica denuncia, ante todo, que cualquiera sea el cauce escogido, las aguas no conducirán a los fines lógicos esperados. (¡Ah, la angustia de tantos y tantos buenos hombres!)
La histérica está ahí para fijarse ella como joya, encarnarla, para ser Una ante otros. Ella dice siempre No, y siempre hace saltar su deseo hacia otra cosa, porque nunca puede satisfacerse como tal, el deseo. Eso es ejemplarizante: el deseo es siempre insatisfecho. Dice la histérica. Y dice también, el Inconsciente.

sábado, 28 de junio de 2008

Las razones narcisistas


Escribir es un acto. Consiste, como suele creerse bien, en hacer pasar todo ese universo de las ideas, disyuntas, desperdigadas, bellas y sorprendentes, al ordenado y descifrable texto, armado de sentido. Ese paso, señores, implica también exhibirse un poco.
¿Pero acerca de qué escribir, de lo que nos angustia, de lo que nos satisface, de lo que no acabamos de entender, de lo que ya es sabido y conquistado por nosotros? En cualquiera de estos casos, la vanidad interpondrá su precioso velo. Y lo haremos mejor, y mejor, e incluso, llegaremos a pensar que no pudimos haberlo escrito mejor. Y ahí lo lanzamos, a la visión de todos, tan inmarcesible, tan disímil, tan poco única… Es ya una suerte poder escribir algo y que otros puedan leerlo.
El estilo es el hombre, dijo Buffon, en una frase que acuñó todo un pensamiento sobre el autor y su ser. Quiere anunciar que toda la identidad del escritor, digamos, su ser entero, se va a transparentar en su discurso, eso llamado estilo. (El estilo: un punzón antiguo con el que se escribían las tablas enceradas,… ah!)
Así, vemos también todo el afán de algunos por encontrar su unicidad, por diferenciarse de los otros. En vida y obra, que según aquí vienen a ser lo mismo.
La frase de Buffon es citada por Jacques Lacan al principio de los Écrits, aquella parte de su enseñanza que accedió a publicar. Lacan prolonga un poco más esta frase: “El estilo es el hombre…al que nos dirigimos”.
Y es apropiado ese comienzo, porque el estilo de Lacan es precisamente lo que ha ahuyentado a muchos que se acercan a leerlo. El estilo de Lacan es único, algunos dicen que encriptado, sublime, impenetrable, incomprensible… pero está diseñado de este modo con toda intención. Pienso que de esta manera él logra: -describir que el estilo está definido por el auditorio que uno escoge para su propio discurso, -que nuestro mensaje nos viene del Otro del lenguaje en forma invertida, -y que cierta relación constante que tiene el hombre con su propio objeto (¿de satisfacción?) se transparenta y a la vez queda encerrado (¿encapsulado?) en lo que escribe.
Quiero decir, después de todo este rodeo, que lo que escribo aquí tiene que ver conmigo, con quien soy como síntoma, y que a la vez cada idea expresada por mí se perfila también según el público que imagino me lea. Pero además, en esa relación (¡casi dual!) una cierta manera de pensar conjunta, más compartida entre muchos, se va a traslucir, si se comprende… ¿Apelaré, acaso, a aquello de “ser de una misma parroquia”, quizás, y con anhelo, a aquello de “ser cubanos”?
Hay cierta selectividad en lo que uno escribe, así también la hay en lo que uno escoge leer. Pero… ah, tratar de entender a cabalidad algo en cuanto a comunicaciones humanas se refiere… ¿no será, como vemos en psicoanálisis, una quimera?
Bueno, el malentendido es esencial.
*Foto: Jacques Lacan (1901-1981)