martes, 28 de octubre de 2008

Sobre la Psicosis (I)


En ocasiones nos encontramos ante alguien para quien su realidad puede estar gravemente alterada, alguien para quien, digamos, ciertas cosas de la realidad le pueden haber empezado a hacer signo.
Un carro negro que pasa fugazmente ante su vista puede convertirse de repente en una señal de algo que le concierne a él particularmente, o quizás esta persona piense que sólo a él le es concedido el don de saber su significado divino.
Todo la inmediatez de tener que interpretar signos por doquier es vivido por el sujeto psicótico como un incómodo tormento, como un sufrimiento, como una incomprensión, en muchos casos. Es el delirio, que viene ahí, salvador, para poder explicarse toda esta invasión en su vida.
La percepción alucinatoria, es decir, allí donde algo que no existe en la realidad es percibido por el sujeto, se padece a mismo título de objeto real, como para sus allegados pueda serlo el semáforo que siempre ha estado en la esquina.
Aunque parezca un ejemplo desmesurado de un cuadro de psicosis, sabemos que, precisamente, la mesura es algo que queda con frecuencia por fuera de todo el padecimiento de estos pacientes.
A diferencia de Freud, que descubría e inventaba el psicoanálisis a partir de su encuentro crucial con la neurosis histérica, J. Lacan, partiendo de su condición de psiquiatra se cuestiona, en un inicio, qué posibilidad tiene el psicoanálisis con respecto al tratamiento de la psicosis.
A Lacan se deben indicaciones precisas de un posible abordaje de estos pacientes, con la cautela requerida, sabiendo bien el rol esencial que ante ellos debe jugarse para no provocar nuevos desencadenamientos. Y, dado el caso que se trate de las llamadas psicosis ordinarias, es decir, aquéllas que aún no se han desbordado en delirios altisonantes, habría que evitar incitársele, sin precaución ni tino, hacia este precipicio.
Es por ello que una de las exigencias mayores en la clínica psicoanalítica es la precisión diagnóstica, durante el período inicial de las entrevistas con el paciente, de los síntomas que presenta, y tomar los detalles clínicos ínfimos que puedan revelar que se está en presencia de una neurosis, o por el contrario, ante los denominados fenómenos elementales que dan cuenta de la estructura psicótica, aún cuando no siempre esto se presente de un modo tan evidente.
Cada sujeto ha resuelto, con los medios a su alcance, una determinada constitución subjetiva. Aquellos que pudieron intercambiar gran parte de su goce propio en las vías del lenguaje y de la significación fálica, más compartida por todos, podemos creernos importantes, mejores, únicos. Desconocemos quizás que la solución que encontró el psicótico es la más particular de todas, su delirio, como explicación de su mundo y de su ser, es único.
Pero no debemos soslayar lo ineludible de tener que auxiliarles, de que su presencia en un mundo organizado por lo fálico y la neurosis en general, a veces puede ser devastador para ellos, y quienes le rodean, claro está.
Regresaré sobre este tema de la psicosis, apasionante y delicado a la vez.
Es muy gracioso cómo ha saltado el término Psicosis al habla popular, y se escuchan cosas tremendas como confundirla con algún síntoma obsesivo, por ejemplo: Tal persona tiene psicosis con la música clásica. Quien sabe si esta adjudicación se deba a esa zona imprecisa de obcecamiento en la que un obsesivo se prende con ferocidad a un tema particular, que nos hace recordar y confundirle con lo delirante.
Quien sabe, finalmente, si se deba a la indulgencia propia de los no entendidos, de los que no diagnostican a diestra y siniestra, y reciben al loco, al empeñado en algo, al miserable paranoico, a la que se afana en seducir todo el tiempo, al que duda siempre, todos casi casi como lo mismo.




*Desbordamientos. Foto de mi hermana L.

viernes, 24 de octubre de 2008

Estrado


Me paro ante el podio. Antes había venido, solícito, el protocolar organizador de las Jornadas, diciéndome que todo el estrado “es suyo, puede Ud. sentarse en la mesa de los micrófonos, o quedarse de pie, como guste.” Yo le sonreí, le pregunté si podría bailar. No se lo esperaba, pero vi que, avergonzado de lo que pudo haber pensado ante la conferencista cubana, se sonrojó, y acomodó mi micrófono.
Después me dejó en una esquina del estrado, mientras una estudiante designada presentó a alguien que lejanamente se me parecía, ya que al parecer, con todo propósito, en alguna escala de mis papeles hacia el Departamento de Psicología, alguien había engordado mi currículum.
Y entonces me dejaron sola, con un frío tremendo en ese auditorio, que no había sentido antes mientras escuchaba la ponencia anterior, acomodada como estaba entre estudiantes serios y jovencitas en jeans (hubo dos de ellos que no supe distinguir muy bien a qué sexo pertenecían) y algunos profesores.
Mi ponencia, sobre la agresividad en psicoanálisis, era muy poco agresiva, la verdad, en su sentido de poco incisiva, y se basaba en explicar durante una hora y quince el vínculo entre el acto y la palabra en las relaciones humanas, y la pulsión de muerte…
Al final, preguntas de los asistentes, felicitaciones, lo común en este tipo de encuentros.
Ya casi todos salían, conversaban, recogían pertenencias. Alguien se me acercó, un estudiante con sus notas, concentrado aún, de mirada intensa. Parecía admirado, sin decidirse a preguntarme nada, me dio la mano en silencio, y después balbuceó alguna cortesía de rigor. Se quedó allí, mirándome, sin poder moverse de mi lado, seducido quizás por lo que acababa de escuchar.
Yo volví milagrosamente a tener su edad, y me asusté tanto en ese momento que me alejé deprisa hacia el grupo de profesores que promediaban entre todos cerca de cincuenta. Seguramente una edad más sosegada. En cuanto al saber, espero yo.

miércoles, 22 de octubre de 2008

Condiciones de amor (V)


Un post freudiano sobre el amor. (Con el mismo estatuto que tiene para los niños la repetición en sus juegos de todo lo que no entienden acerca de su realidad.)
La elección de una persona como objeto de nuestro amor es enigmática: ¿por qué tomo a este y no a otro como objeto de mi pasión amorosa? Y también, ¿qué resortes animan el encuentro repentino de alguien con el amor?
Algo tiene este otro, y no sabemos muy bien en qué consiste ese brillo de objeto valioso que creemos verle. O mejor aún, qué verdad oculta podría revelarnos esa persona acerca de nosotros mismos, que por eso le amamos. El otro mismo, a veces, sorprendido, puede no saber en lo absoluto qué tiene él que despierta tal amor.
En un principio, sería la madre el primer objeto de nuestro amor, y a partir de este modelo se constituiría un modo propio de relación con los siguientes objetos amorosos (sustitutos de este objeto primordial), en los que subsistan rasgos, actitudes, reminiscencias de las singulares vivencias de la infancia de cada quien.
Otra apoyatura que tiene la elección por esta persona y no otra, es tomarnos a nosotros mismos como molde. Es el narcisismo: amo a alguien que se parece a mí. Amo en él lo que veo de mi mismo allí.
Para Freud, en tales puntos edípicos de escoger a quien se ama, se dividen las aguas según se trate del varón o de la mujer, en sus casos más generalizados.
Para muchos hombres, no pudiendo resolver su satisfacción sexual con un subrogado de la madre, (este horror al incesto que le inhibe al punto de la impotencia), está la estrategia de separar en dos su vida amorosa: amar extraordinariamente a una mujer (la santa madre de mis hijos) y desear a otra (la mujer fácil y de dudosa reputación). Y así escindido, podrá acceder al disfrute de su sexualidad.
Incluso, la degradación del objeto sexual (un poco de menos respeto por la mujer que se ama) es el recurso socorrido, en estos casos, para obtener el placer.
En la mujer, en cambio, habría un enlace entre su sexualidad y la prohibición, de manera tal que para lograr la mayor satisfacción debía darse un mínimo de prohibición, de secreto, de interdicto, de algo travieso, en la relación con un hombre determinado. (Las relaciones ilícitas son las que más le permiten preservar el deseo) De ahí que el logro, por ejemplo, de la satisfacción con un amante sea muy superior… decía Freud…
No existiendo una única condición de amor que sea útil para todos los seres humanos, se habla entonces de “condiciones de amor”. Estas condiciones estarían en la causa misma del deseo que hace detonar el alud amoroso hacia el amado. Se trata de particularidades que encontramos en él, un rasgo nimio aquí, un ánimo de camaradería allá, un pequeño fetiche, un color de pelo, un semblante maternal, unos ojos deslumbradores… Es, en esencia, una fórmula de la relación del sujeto con su propio goce, pero ya esto será otro post.
Son las marcas por las que el sujeto ha articulado su deseo, los cauces arcaicos que nos funcionan solamente para cada uno. Pequeña condición, indispensable… es ese atributo mágico, el no sé qué que me hace amarle…

martes, 14 de octubre de 2008

Aquel que escucha


Mi amigo A. me hizo notar algo bien curioso: mientras en inglés se acudía continuamente a la muletilla “¿tú sabes?” en plena conversación, en español íbamos todo el tiempo preguntándole al otro: “¿Me entiendes?”. Ya dirán, es lo mismo, pero me detengo un poco para andar erráticamente por otros rumbos, que por no ser académicos, precisamente pueden ser entretenidos. Si quieren, sigan conmigo el divertimento.
En ambos ejemplos habría, según sea en inglés o en español, dos tipos distintos de cuestionamientos del hablante.
Primero: Si le pregunto al otro si sabe o no, con respecto de lo que hablo, presupongo que el otro puede tener el conocimiento. O puede ser que aquello a lo que verdaderamente apelo al dirigirme así a él es a su capacidad o no de dominar lo que le digo: “¿Tú sabes?”
¿Pudiera considerarse aquí que habría, incluso, cierta confianza en la comprensión del que escucha, porque puede ya “saber”? En ocasiones, ni se presenta la expresión como una pregunta, sino como una afirmación…
En cambio, “¿tú me entiendes?” ya implica otro movimiento, me parece. En este caso pongo en duda si me explico bien, o sea, dirijo la atención sobre mi capacidad o no de hacerme comprensible cuando converso con el otro.
Como si necesitara cerciorarme sistemáticamente de que yo me esté haciendo entender, de si soy clara ante quien me escucha, con ese “me” clavándome la responsabilidad.
Son dos direcciones diferentes de los haces de luces en una conversación, ya te iluminen a ti (interlocutor) con la pregunta de si sabes o no, o ya me iluminen a mi (el hablante) con el si me explico o no.
Esta pretendida disparidad en el habla también pudiéramos asociarla con otras formas coloquiales, donde asoman nuevos niveles, nuevas escenas.
Se me ocurre que aquí en México la politesse exacerbada marca todo un estilo de dirigirse al otro. Un ejemplo que es muy conocido: mientras nosotros podemos expresarnos abiertamente con un “Dígame”, “Repítame, que no le oí”, etc., en labios del mexicano aparece un “¿Mande?”. Esto al principio me desconcertaba bastante. Me lo he explicado a través de entender que la demasiada cortesía les impide utilizar descarnadamente el imperativo con su interlocutor, con alguna exigencia de que responda. Aquí el imperativo Mande, le devuelve al otro un lugar de supremacía, y coloca al hablante modestamente a la espera de una respuesta solicitada así, cortésmente. (Y que, de un modo implícito, aunque esté exigiendo, lo que pide es que el otro mande…)
Es admirable en este sentido la utilización de la cortesía, sinceramente, en este país…

sábado, 11 de octubre de 2008

Adolescente


“No quiero hablar de nada. Me voy a quedar callada. No tengo idea de por qué diablos mis padres me han traído hasta aquí, delante de esta… de esta tipa que se las cree y trata de agradarme. Y con ese acento que tiene… Que cómo me va, que qué es lo que hago en el día, que cómo dije que se llamaba mi amiga? Una payasa, increíble, y mis padres tan tontos que piensan que así saldrán tan fácil de mi, o que sabrán más sobre mi a través de esta, ¿quién se creerá que es, poniéndose así, tan odiosamente comprensiva?
A mi me da lo mismo que pregunte por mis gustos que por mis notas, a ella le contaré el mismo sueño que B. le hizo a su terapeuta. (Je, ya le diré a B. que ella no es la única trastornada del salón, esto ya me está gustando)
Esta se caerá para atrás con el cuento del sueño sangriento. Y le diré también que de pequeña quería mucho a mi mamá y que quería que mi hermana se muriera de repente, eso les encanta escuchar a estas terapeutas, he oído decir. Todos se alarmarán, y yo me divertiré mucho. Y por fin me iré, que es lo que quiero, a comprar ropa con mi mamá, las dos solas, a M…”
Algunos adolescentes no hablan casi en consulta, y muestran una marcada reticencia a responder, a desplegar los síntomas por los que han sido conducidos ante el analista. En ocasiones, con ellos uno se enfrenta a verdaderos silencios imperturbables.
La más delicada de las transiciones, nombraba Victor Hugo a la adolescencia.
Pienso en lo peligroso que puede ser para algunos este momento de “pasaje”, esta transición entre la infancia y la adultez. Es un momento en el que las disímiles tensiones vivenciadas por el adolescente (ya sean corporales, de afectos, de desamparo, o de descrédito a la autoridad establecida) les expone ante una falta absoluta de palabras para describir lo que les está ocurriendo.
Y aquí el acto se presenta con todo el fulgor de su fuerza, como si un acto fuera más contundente, más impositivo, más sentenciador que cualquier palabra. (La pendiente desgraciada de muchas conductas de riesgo a esta edad: desde toxicomanías, trastornos alimentarios, alta velocidad mientras manejan, la violencia, etc)
En especial, el mundo parental que les contenía durante la infancia, cae bajo las ruedas de lo superable, se convierte en lo que es necesario subvertir y poner ahí, en su lugar, nuevos ideales…
Quizás el mayor ahogo que empieza a tratar de dilucidar el adolescente es la irrupción de lo sexual, pero entendido esta vez como el encuentro del cuerpo con los tironeos propios, y hacia un sexo, hacia el otro… al final a solas con uno mismo… en el silencio.

sábado, 4 de octubre de 2008

No ser de la misma parroquia


Si hablamos, podríamos entendernos. Es este el anhelo de toda comunicación, que ella sea completa, que cubra todo lo que se pretenda con el decir, y le llegue al otro que escucha, en la mayor claridad posible.
Que cuando se diga una frase, por ejemplo, Te quiero, a cabalidad pueda ser comprendida. Pero a menudo hay que repetir, utilizar otras variantes, deshacer más el dicho, modular la intención de significación, cambiar el tono, apurar una segunda frase que lustre mejor la anterior…
El lenguaje que utilizamos (Lacan diría que “nos utiliza a nosotros”) podría no ser unívoco ni total. Parece como si siempre pudiera ponérsele a toda frase otro significante o palabra más, y que así gire el sentido hacia otro lado. O constatamos que faltan las palabras para decirlo todo, o que ellas mismas son engañosas y escurridizas, que no somos comprendidos.
Así, en cuanto yo intento decir algo, ya el otro que pone su oreja entiende tal o cual palabra, que no siempre tiene la misma connotación que le estoy dando. Ese otro, según escucha, le otorga tal sentido a lo que digo…
Es el malentendido esencial que acompaña al ser hablante.
Cuando pertenecemos a la misma comunidad, ya sea país o barrio, tenemos una comunicación que acude a un mismo sistema de códigos. Entonces el malentendido, queda un poco más desplazado, y uno llega a tener, incluso, la sensación de que pudiéramos decirnos más, con menos palabras, entre los “parroquianos”. (Freud dejaba caer que para que un chiste pueda ser comprendido había que pertenecer a la misma parroquia)
Existen, más íntimos aún, códigos que sólo comparten dos, que sólo ellos entienden.
Si el lenguaje en general nos remite a esta hiancia o agujero, la condición de extranjero en una cultura diferente podría redoblarla. No hablo de la otra vuelta de tuerca de utilizar otro idioma para hacernos entender. Incluso, tranquilamente en español.
Nos topamos con que tienen que desmenuzar más los sobreentendidos ante nuestros oídos cuando nos hablan, explicarnos mejor a qué se alude con determinada frase, quién es tal personaje-ícono de la cultura que mencionan continuamente, qué carga de afecto o de insulto tiene esa palabra aquí…
Pienso que no siempre el hecho de portar esa condición de extranjero sea del todo despreciable... Hummm, todo esto parece muy conveniente para la práctica psicoanalítica, por ejemplo: - Perdón, no le entendí bien, ¿acaso Ud quiere decir que…?-.
Tranquiliza saber que uno siempre, ante el lenguaje, es también un poco extranjero.