martes, 23 de diciembre de 2008

Frases y familia, es casi Navidad


La gente habla, parlotea, muchas veces haciendo uso de frases hechas, apresuradas y establecidas, en un intento de facilitar la comunicación. No nos detenemos mucho en la profundidad o la resonancia que tengan cada una de estas frases, utilizadas para la ocasión, en nuestra vida diaria.
Por lo general funcionan, se admiten y se comprenden. Salvo que… quien hable esté en análisis dirigiéndose a un analista. En ese caso puede ser triturada hasta la saciedad cuanta fórmula haya escogido el hablante para transmitir una idea. También porque de las múltiples maneras que el sujeto pudo haber elegido para hablar, escogió una determinada, desechando las otras.
Pero… es casi Navidad, y, aunque parezca extraña, esta es una manera alegre con la que quiero homenajear el encuentro con mi familia. Muchas de estas frases, que deben tener su nombre seriamente ridículo en gramática española, se las he escuchado a algunas tías en la familia, en conversaciones cotidianas o en veladas y fiestas cuando nos reunimos, y creo que podrían servir de ejemplo.
Tengo tías que hablan muchísimo y de esta graciosa manera, como tantos de nuestros coterráneos, sin jamás realmente atender a un sentido más oculto que pudiera deslizarse, juguetón, entre las palabras dichas. Vean algunas de las frases más graciosas que les he escuchado, sonriéndome, y que inexplicablemente incluyen una auto referencia constante a quien mismo habla:

El niño no me quiere comer.

Mira, yo no te como ni habichuelas, ni zanahorias.

No te me pongas bravito.

Quítamele los ojos de encima a ese pan, que es mío.

No te me hagas el loco.

(Y la más increíble de todas…) Al niño me le quiere entrar catarro.

Si alguna de mis tías cayera tumbada en un diván de un analista, estoy segura de que le costaría mucho tomarse por seria una terapia en la que el analista, en un momento dado, le preguntara lentamente mientras le escucha: ¿Me?


*Frédéric Bazille (1841-1870) Reunión de familia

viernes, 19 de diciembre de 2008

Umbrales de un análisis. De la queja al síntoma.


La primera vez que entré a la consulta de un analista estaba muy asustada. Iba a mi cita y no tenía aún bien definido un malestar en la vida, a pesar de estar viviendo en La Habana de finales de los noventa, de sufrir, como cualquiera, decepciones amorosas, y de encontrarme en la encrucijada típica de la edad de qué rumbo imponerle a mi vida. Pero quería ser analista.
Recuerdo la figura de este analista, muy alto, que miraba descortésmente por la ventana mientras yo avanzaba temblorosa. ¿De dónde provenía mi miedo? ¿Qué me hacía balbucear allí esa queja tan mal atada, tan imprecisa? Yo intuía que me adentraba, a partir de aquélla mañana, en una aventura riesgosa, que me dirigiría sin remedio ya, una vez allí sentada, por el camino de no querer seguir ignorando más las causas en mi existencia.
En el transcurso de las entrevistas preliminares, partiendo de la demanda que se le dirige a un analista, se despliega entonces la reformulación de la queja del paciente. Esto es, mediante la maniobra de la rectificación subjetiva, se trata de implicar al sujeto en aquello de lo que se queja. Es la famosa frase freudiana de: “¿Qué tiene que ver Ud. en todo esto de lo que se queja?”
Aquí se apunta al hecho de que su deseo más íntimo está entrelazado en su padecimiento actual, o dicho de otra manera: que este padecimiento del que ahora se queja adjudicándoselo al más injusto azar, ha sido propiciado también por el sucesivo y acertado ritmo de sus propias elecciones en la vida.
Un análisis se inicia, pues, introduciendo a nuestro paciente en los vericuetos del inconsciente, mostrándole la vía del malentendido, del recuerdo de los sueños, aquélla en la que los lapsus no son cualquier tropiezo del habla, y que, en definitiva, está marcada por la creencia en que su síntoma tiene un sentido a descifrar.
En estas primeras sesiones, como consecuencia de la escucha, aparece sorpresivamente un alivio de los síntomas que traía el paciente. De pronto, nos comunica que ya puede dormir mejor, que la angustia ha cedido un poco, que ha recobrado una inusitada confianza en la vida. Es una primera distensión del sufrimiento, un efecto terapéutico común dado por la escucha, y no es nada deleznable, pero que el analista invita a traspasarlo.
No todos los pacientes querrán (ni deberían) avanzar más allá de este primer orden de cosas en el que el síntoma mismo, por el que se venía a ver a un analista, ha perdido gran parte de su carga dolorosa. Es una decisión ética del sujeto si quiere continuar para atisbar el origen o causa. Ese recorrido hasta su fin consiste en que él admite hacer un análisis para modificar la propia y oxidada relación que mantiene desde siempre con su síntoma…
Parece ser que la puerta de entrada de un análisis y la puerta de salida o final de análisis, se pueden abrir con la misma llave. De ahí pudiera derivarse que después se quiera conducir a otros por el laberinto que une a ambas puertas.

*Diván

miércoles, 10 de diciembre de 2008

Encarar el autismo


La experiencia es única: estar delante de un niño autista. Muchas veces, silencio absoluto; otras, nos estremecen sus alaridos increíbles y, siempre, nos asombran los rítmicos rituales que siguen sin equivocar jamás la secuencia.
Son seres que se han defendido como mejor han podido ante la presencia (para ellos invasiva) de la voz y de la mirada del otro, siendo a veces la defensa misma presentarse como sordos o evitar mirar a los ojos de su interlocutor.
Hace algunos años estuve por primera vez haciendo una pasantía en una institución europea para niños psicóticos y autistas, regida por la orientación psicoanalítica. Para mí significaba confrontar también por primera vez el frío y la nieve, hablar todo el tiempo en otro idioma, pero fundamentalmente descubrir con desgarramiento la soledad y el sufrimiento de estos niños.
Los autistas, llamados por cierta ideología social como “inadaptados” o “inadecuados a la sociedad”, con su mera presencia (cada vez más mayoritaria, entre otras cosas debido a diagnósticos más afinados) son todo un desafío a las prácticas pedagógicas y psicológicas para poder hacerles sostenible su existencia entre nosotros.
Recuerdo a J., un pequeño autista de 5 años con el que solía hacer el largo trayecto de un recinto al otro de esa inmensa institución, me daba la mano, pero ninguna palabra. En medio de ese frío intenso, caminaba acompasándose a mi paso, y yo incluso, como si fuera sola, le cantaba boleros y canciones típicas cubanas. Jamás sonreía, jamás se esforzó en algún semblante de complacencia con el canto, o de disgusto. Yo para él era sólo algo indefinido, algo poco recortable del mismo paisaje por el que andábamos, que le surgía al final de su propia mano.
El autista, aún cuando no nos hable, es un sujeto “hablado por el Otro”, por el Otro del lenguaje que va poniendo ahí palabras e interpretaciones a sus débiles actos. ¿Cómo hacer para que pueda hablar por sí mismo, tomar a su cargo el pronombre Yo y expresar lo que piensa y quiere?
Se ha señalado con prejuicio que el psicoanálisis, lejos de adjudicarle una causa genética (y por ende, de cura imposible) al autismo, culpabiliza a los padres de este padecimiento. Es lamentable entender así toda la aproximación que propone la orientación psicoanalítica con el niño autista.
Tratar de aprender su propia lengua, ya que él rechazó aprender la común y compartida por nosotros, es un reto muy ambicioso pero encarable: una mínima palabra o gesto que consigamos insertar allí para ellos, y que adquieran su valor de significante, podría ser todo un logro en la pausada terapia con estos niños. O bien, la propuesta de una institución, en la que el diario ejercicio de rutinas de aseo, comidas, juegos, propicie una maravillosa oportunidad para estos niños de musitar una tímida demanda al otro.
Es difícil, muy difícil el autismo en general. Pero hay padres que deciden no quedarse resignados, y no se detienen ante el diagnóstico. También hay progresos encomiables en la vida de estos niños, fundamentalmente cuando se respeta su propia invención ante la arrasadora presencia intrusiva del Otro.

sábado, 6 de diciembre de 2008

La Malagueña Salerosa

C. se ha decidido y ha abierto un blog sobre una de sus pasiones, la canción Malagueña Salerosa. He aquí lo que le ofrecí como colaboración:

“Luego de la sacudida inicial de una música que invita, que invita ella misma a la vehemencia, uno se queda con el rastro de una pasión que lo contagia todo. ¿Por qué la breve letra de esta canción ha animado a tantos durante décadas, durante fiestas con tequila, durante eventos, serenatas, concursos, amores…? ¿De dónde viene esta atracción que nos subyuga a ella?
Él, aparentemente sumiso, a los pies de la ponderadísima belleza de la “hechicera”, sin más, le ofrece su corazón… Todo es entusiasmo y optimismo: él sólo puede ofrecerle su amor. Pero, ¿no se deja entrever también cierta arrogancia del cantor? Mientras pretende arrodillarse, a la par le dice que Ella sí quiere mirarle pero que se inhibe. Es uno de los pases mágicos del cortejo masculino, cuando rápidamente en escena vuelve a encandilarse sólo la figura del cantor amante: toda la alabanza se vierte entonces hacia su propia condición de pobreza… Aquí el ensalzamiento del amante-cantor nos conmina a identificarnos con él, pues su amor brilla más intenso, más fulgurante así, desnudo, no siendo nada más que amor… Que es muchísimo.”


A mí esta versión que hizo Chingón como banda sonora de la película Kill Bill, me encantó. (La película también, mucho) Me da la sensación de estar en medio del desierto fronterizo, ahí, jugándome la vida…

miércoles, 3 de diciembre de 2008

El poder del mago trascendido


En los comienzos del psicoanálisis, cuando Freud descubría y ejercía su novedoso método, hacía magia. Le hablaba directamente a los síntomas, les sacudía, los llamaba por su nombre, les revelaba que ellos eran una pantalla tejida sobre el horror de la sexualidad. Y los síntomas obedecían, se desvanecían una vez atrapados en su propio juego. Como un mago, o un buen exorcista. Hasta que él mismo encontró la roca, el tope de su intención de curar.
Las histéricas de finales del XIX, aquéllas que portaban como estandarte aparatosas conversiones, se curaban. Descrito está aquel ejemplo emblemático, en el que una paciente histérica, habiendo perdido la capacidad motora de caminar, volvía a andar gracias a la interpretación freudiana de su frase No puedo dar un paso más en mi vida.
Era el infinito poder de la palabra. También se debía a que alguien, Freud, comenzaba a escuchar un padecimiento que había sido rechazado por el discurso médico. Los doctores de la época tildaban a la histérica de simuladora (sus síntomas en el cuerpo no seguían la lógica, por ejemplo, de los cauces nerviosos del sistema neurológico, sino los suyos propios, los de la psiquis anclándose arbitrariamente en el cuerpo).
Recordemos que para la Medicina, como ocurre casi en cualquier ciencia, la causa de los síntomas es más bien concreta, al menos verificable: una elevación de los niveles normales de las sustancias químicas en el cuerpo, una lesión física al órgano, un germen, etc. Pero el psicoanálisis centró las causas como subjetivas, pasadas, poco asibles, inconscientes… Y pudo escuchar al síntoma hecho con la pasta de palabra, de significante, de vivencias infantiles, de algo muy intensamente personal, no repetible.
Actualmente, ni la histeria, ni los síntomas en sentido general, son los mismos que cuando se inventaba el psicoanálisis. La subjetividad muta, con las nuevas formas de cultura, y con la pausada habituación al discurso médico, psicológico, psicoanalítico. El inconsciente se acostumbra, y ya a las viejas manifestaciones sintomáticas le han crecido muchos callos como para desvanecerse con interpretaciones manidas.
Y el psicoanálisis, ciertamente, ya no es el mismo. ¿Nuevas formas de liarse la palabra en los síntomas? Nuevas formas de intervenir con la palabra (y el acto) sobre los síntomas.
Por eso Freud, el mago (pero el del saber, el de la humilde fidelidad a la investigación) deshizo de un ágil ademán también la ilusión de que el inconsciente pudiera ser interpretado con un código universal o un libro de interpretaciones. Y ha hecho trascender el rechazo, por impropio e inútil, del analista soberbio, del que se toma a sí mismo como un gurú de la curación.


*El mago impostor o un simple disfraz