martes, 31 de marzo de 2009

Conducirse

(Un poco de ligereza no viene mal)
Yo aprendí muy tarde a manejar en mi vida. ¿Carros? No, me dije que esos jamás aprendería a dominarlos. Ya bastante tenía con mis torpezas al caminar (tropezaba, me distraía, todavía hoy me golpeo accidentalmente contra el marco de las puertas de mi casa) como para también hacer víctima a una pobre máquina esmaltada y a los demás.
Y así vivía, en el disfrute de dejarme conducir por otros, sentada a la derecha, con criterio sobre todas las maniobras del chofer, con miedo a la velocidad y a los perritos indefensos en las avenidas.
Hasta que tuve que aprender a llevarme a mí misma de un lado a otro, y ocuparme de un carro (no en pocas ocasiones me asombré muchísimo de la lucecita indicándome que le faltaba gasolina, o que, una vez en la gasolinera, el empleado me preguntara si le revisaba el aceite). Inexplicable.
Cuando conseguí manejar la primera vez, me gustó mucho haber podido conquistar una nueva forma de moverse en el mundo, con nuevas reglas, con otras potencialidades. Ya me conducía diferente.
Pero muy lejos de aquello que más se estima en el diván (el malentendido), aquí las apariciones imprevistas de tonterías, fallos, el acto irreflexivo, son muy mal recibidos, peligrosos. Y absurdo ir a buscarlos en estos trajines. El inconsciente mientras, bueno… escuchando la música.
Y cuando manejo, casi invariablemente, se me quitan los restos de tristeza que aún hoy los días puedan traerme. Es por causa de una sensación que me envuelve, de dominio de esa mole, de miedo, de alerta continua, de rodar por unas calles alineadas y señalizadas, muchas veces a merced de la destreza o no del carro de adelante…
Y yo que creía que sólo las canciones de los Beatles tenían en mí ese poder de ahuyentarme la tristeza de los ojos.
Así es entonces de incomparable el bienestar exquisito (¡y leve, lo sé!) que siento si estoy conduciendo y de repente…

domingo, 29 de marzo de 2009

Carmen, de amor y de muerte



La ópera Carmen, de Bizet, es mi preferida. Pienso que ha conquistado a muchos, entre otras cosas, por enaltecer un prototipo de la mujer seductora, provocativa… fatal. Una vez que se haya conocido Carmen, al menos su encantadora música, a cada rato, seguirá encendiéndonos.
En esta historia se abrazan, en ademán bellísimo, los fuegos del amor y la fatalidad de una muerte ya presagiada en las cartas. Porque los gitanos conocen de lectura de fantasías inconscientes, de destinos precipitados, de secretos, sensualidad y tentaciones. Carmen sabe, pues, de la vehemencia y de su seducción para provocar a los hombres hasta hacerles enloquecer.
Y como si ella pudiera asomarse en la mente de sus hombres, les va afiebrando con un deseo infinito y desquiciado. Los sojuzga a sus pies. Ella cautiva porque puede esclarecer para ellos algún enigma sobre el amor. La pasión que brota entonces en los hombres calza como respuesta al vacío de la relación entre los sexos. Un misterio se desvanece.
¿Acaso no es ese ímpetu el que nos lleva a amar desesperadamente a alguien: que advierta en nosotros algo escondido, secreto e inexplicable para nosotros mismos, que nos hable directamente al inconsciente?
En cambio Carmen nos esculpe en su canto la furia de su propia lógica del amor " Si tu ne m'aimes pas, je t'aime; si je t'aime, prends garde a toi" (si no me quieres, te quiero; si te quiero, ¡ten cuidado!)
He ahí lo más intimidante del deseo que ella provoca: sabe que puede llevar al otro a su perdición. Queda avisado. Es un deseo irrefrenable al que se anuda esta mujer, pudiéndose deslizar sin riendas de un hombre a otro, de un cuerpo a otro, sin ataduras, pero por ese mismo efecto, salvaguardando a toda costa el ideal de un amor verdaderamente libre. La inatrapable Carmen.
Ella ha elegido para sí y se ha identificado a un ideal de amor, que sería como un pájaro rebelde que nadie puede atrapar. Es un semblante al que se adhiere a muerte, pues está dispuesta a llegar a morir para sostenerlo.
Don José enamorado, ya enceguecido por la seducción de la bella gitana, ha cometido toda una serie de transgresiones por su amor: ha desobedecido órdenes, ha desertado… y viene decidido a matarla por su traición de amar a otro.
Pero Carmen da un paso determinado hacia la muerte, y quiere provocar aún más, esta vez a su verdugo: le arroja el anillo, le dice desafiante que no le ama más y le repite que ama a otro. Aquí cuando ella se refiere a sí misma en tercera persona: Carmen nació libre y libre morirá, se nos revela la defensa increíble de su identificación con ese semblante del amor libre e inapresable, ese abrazo mortal que era su destino ya augurado.
Por último, ir al encuentro de tal ineludible azar implicó también que la castración quedara del lado del otro (Don José). Él ha sido forzado hasta el límite, ha perdido el dominio de sí ante esta mujer. Él ha sido tentado y abatido…

jueves, 26 de marzo de 2009

Miedos y angustia, todavía


A Xenitis, con reciprocidad y agradecimiento.

Retomo el tema inacabado de la angustia, esta vez tratando de cercarla en su distinción del concepto de miedo. (Con miedo a no terminar de dominarlo, claro está)
Si bien en ambos casos, en el miedo y en la angustia, está implicado un peligro, la diferencia esencial está marcada por el tipo de objeto que en cada uno de ellos está en juego. Pues, no siguiendo a Freud en cuanto a que la angustia fuera “sin objeto”, Lacan va a demostrar teóricamente de qué objeto se trata en una experiencia de angustia.
En cuanto al miedo, el peligro está ahí, es externo y objetivo, y es una presencia nombrable. Estamos frente a algo peligroso, y lógicamente la más inmediata evaluación indica que hay que tratar de salvarse (emprendemos la huída, nos paralizamos, gritamos, o cualquier otra reacción consecuente).
El fenómeno de la angustia surge también ante algo (angst vor etwas) pero, y esta es su particularidad, su función misma es la de señalar que ha aparecido algo que amenaza al sujeto en lo más íntimo de su ser, y que esto viene de lo real, es decir, que tiene que ver con aquello que no puede ponerse en palabras, que no puede representarse.
Entonces, por una parte, la angustia es un miedo que no puede ubicarse en un objeto exterior.
Lacan cita en su Seminario X un breve cuento de A. Chéjov, Los Miedos. En este relato hay tres pasajes de la propia vida de Chéjov donde él sintió un miedo espantoso. Pudiera parecer una vana precisión lingüística, algo que pudiera perderse entre traducciones, pero aquí se trata de miedos, y no de experiencias de angustia. Lo que Chéjov teme, en las tres anécdotas, es a algo inexplicable, desconocido, pero que asusta porque aún no se ha dado con su solución. El terror aquí padecido está orientado frente a un objeto inquietante en cada caso: una lucecita misteriosa de un campanario, un vagón solitario corriendo por los rieles junto a él, y en el tercero, la aparición enigmática de un perro de raza “fuera de lugar”. Es el pavor ante lo que no se sabe, ante algo desconocido dentro del terreno familiar.
En cuanto a la angustia, el sujeto tampoco sabe nada, no sabe decir bien qué le está sucediendo o por qué está angustiado. Pero este “no saber” entraña la certeza de que eso que nos aterroriza nos concierne íntimamente. Aquí el miedo que sobrecoge no está enmarcado en algún conocimiento que se tenga o que vendrá, sino que está desprovisto de todas las referencias simbólicas que hasta ahora sostenían al sujeto. Uno se ha adentrado en “lo siniestro”, sintiendo angustia frente a lo que no se sabe y que no tiene representación, pero que tiene que ver con el sujeto. Es una irrupción brusca que revela la pérdida del pie de apoyo, sintiendo al mundo como insondable. Y como si, por ese mismo sesgo, pudiéramos atisbar algo de nuestro propio lugar en el mundo. Algo acerca del objeto que somos.

*Lagartos, algo que me da realmente miedo. Foto de mi hermana L.

viernes, 20 de marzo de 2009

La Angustia, presencia de un vacío


Tengo el Seminario 10 de J.Lacan, La angustia, que compré un hermoso sábado en la exquisita librería Gandhi. La angustia ha sido una temática que pospongo (y no post pongo). Debe ser porque todavía sigue haciéndome muchas interrogantes, como un tema incómodo, que me pone en guardia.
Desde Freud, parece de una sencillez impecable: si hay percepción de un peligro, de un daño esperado, entonces aparece la angustia y el reflejo de fuga. Pero, la angustia que nos ocupa es la que asalta al sujeto justamente cuando no existe un peligro aparente, y es vivida por él con tanto sufrimiento, que puede empujarle a pedir ayuda a un analista.
Es pues, una angustia que se enciende no ante una amenaza exterior, sino ante una exigencia interior. Y Freud lo destacaba así: esta exigencia es libidinal, es la alarma ante una insistencia de la pulsión que no ha podido ser tramitada… encauzada. Es el malestar insoportable de la angustia lo que fuerza al Yo a salir despavorido e intentar hacer algo con eso. Metaforizarla, ya veremos.
Para Lacan, la angustia es un afecto que no engaña. La angustia emerge cuando un sujeto ha sido confrontado con lo real, con algo que no puede dialectizarse (tramitarse) por la palabra, por los significantes.
Con la teoría lacaniana la angustia es con objeto, recortándose así de todas las corrientes anteriores de pensamiento que aludían a la angustia como un temor impreciso y sin objeto o causa aparente.
Pero, ¿de qué objeto se trata en la angustia? Se siente angustia cuando el sujeto se encuentra ante la presencia de algo que en sí mismo es una ausencia, que es el objeto primordial perdido, das Ding, la Cosa (después devenido teóricamente objeto a). Y ahí ningún soporte fantasmático, ninguna articulación significante le sirven para protegerse de tal desamparo ante el objeto que le presentifica su propia castración… y siente Angst.
Es un sentimiento que no engaña porque está mostrando en sí mismo la verdadera dirección del deseo, ese: ¿Qué quiere el Otro de mí? No saber lo que el Otro quiere de mí angustia bastante.
Ahora bien, ¿qué hacer con la angustia? Para poder arreglárselas con la angustia, el sujeto busca la creación de algo que, como metáfora, le sirva de sostén, le sirva para poder darle cauce a nivel simbólico, dotar de sentido a ese vacío intrínseco. Puede fabricar una fobia, concentrar en un objeto fóbico (por ejemplo, el temor a los reptiles) y esta construcción, aunque padecida lastimosamente, es ya un intento de traducir ese real en términos significantes.
Y por lo general, se fabrican síntomas, verdaderas condensaciones metafóricas que portarán un sentido menos doloroso que lo impreciso e insondable de la angustia de castración…
El psicoanalista no se apresura en acallar la angustia, o quitarla a toda costa, esto podría ser un fin terapéutico. La labor del analista irá siempre en la vía del deseo, y aquí la angustia es una valiosa guía. Por eso, cuando se interpreta en una sesión de análisis apuntando al deseo, de alguna manera se le da consistencia al síntoma, ese hijo sufrido de la angustia. Esto aliviará, esto aligerará la angustia.
Seguiré con la angustia otra vez, pues ella es justo lo que hace despertar al sujeto de su falsa beatitud… y a mí de creerme que ya la entendí del todo.


*El grito, E. Munch (1893)

domingo, 15 de marzo de 2009

Sobre el cuerpo


Estoy muy enredada con el cuerpo. Toda la conceptualización de Lacan alrededor del cuerpo, el estatuto de los objetos parciales de la pulsión, las zonas erógenas, todo ello se me complica a nivel teórico.
Como si el cuerpo mismo no fuera tan fácil de atrapar. Como si el cuerpo no fuera tan cercano y tangible como cuando se nos presenta, con intensidad, en su dolor o en su orgasmo.
Ahí está el cuerpo, atravesado por las trampas del deseo, por alguna angustia procusteana de no adentrarse del todo en el modelo delineado por la época, aguijoneándonos lo apacible de un momento o bien, contrariándonos inerte cuando queremos su ánimo.
El cuerpo existe porque ha sido “significantizado”, es decir, porque ha sido mordido por la palabra. Es esta una bella expresión, pero no sin violencia: La letra se hundió en la carne, para hacerla existir.
Si lo desmenuzo, lo entiendo mejor. (Al cuerpo no, a su concepto) Nacemos con un organismo que sólo devendrá cuerpo a través de su subjetivación, de la palabra puesta sobre él para poder asumirlo y delimitarlo. El cuerpo vendría a ser como un regalo que nos ha sido dado por, y con, el lenguaje.
Y también sucede que se habla del sujeto antes de que nazca, y se sigue hablando de él después de su muerte, es decir, el sujeto trasciende la temporalidad de su propio cuerpo. Pensemos en las inscripciones significantes de las tumbas, en la memoria que perdura de aquel ya ido…
Esta incidencia del significante sobre el cuerpo va a “dibujar” los límites del cuerpo como zonas erógenas, es decir, esas pequeñas aberturas (boca, ano, ojo, oído) que, siendo los bordes, permiten establecer una relación determinada con los objetos parciales de la pulsión (oral, anal, escópica, invocante, respectivamente)
Otra manera de adentrarnos en él, es escuchándole sus síntomas. El cuerpo “habla” a través, y fundamentalmente, de sus síntomas. Y no habría que ir tan lejos como en el caso del fenómeno psicosomático, para escuchar el alarido atrapado ahí en el órgano. En la clínica se nos presenta por lo general un cuerpo que atormenta al neurótico con su parloteo sintomático. Pues estos síntomas de ahora reviven los acontecimientos (de palabra) que dejaron sus huellas en el cuerpo…
El cuerpo, en suma, existe ofreciéndose en vida a la posibilidad del goce (esto es, para que la pulsión se satisfaga), o más lacanianamente dicho: el cuerpo viviente es la condición de goce.
Pero, y aquí me detengo, mi cuerpo sólo tiene noticia de estas tribulaciones cuando me grita cambiar mi posición inclinada ante el teclado, y cuando se sonríe pensando que es él lo único que no puedo incluir jamás en estos escritos, en este blog. Se queda afuera.

domingo, 8 de marzo de 2009

Freud para estudiantes y peatones


En esta semana debo hablar sobre psicoanálisis en una universidad que gentilmente me invita otra vez. El tema que elijo es el de la formación del analista, y me doy cuenta que quizás sea uno de los temas que menos conviene a la ortodoxia del discurso académico, universitario.
Un analista no se produce tras pasar largas horas y emocionantes exámenes en las aulas. Ni se lanza a conducir el tratamiento de otros en cuanto obtiene un título que le expide alguna entidad docente. Un analista es, en esencia, alguien que ha recorrido larga, y efectivamente, su propio análisis personal, y quien también ha podido acceder a una enseñanza teórica a partir de la bibliografía, sigue una supervisión de su clínica, y confronta la experiencia de otros analistas.
Lacan establecía cuatro “discursos”, entendidos como cuatro formas de lazo social posible: el discurso del amo, el de la histérica, el universitario y el discurso del analista.
El discurso universitario privilegia al saber, y consiste en una transmisión del saber adquirido y detentado por los amos-maestros. Este saber que se brinda, es un saber inerte, reposado, pues se le ha tratado de despojar de toda subjetividad, para que devenga universal y válido para todos.
En los recintos de la universidad se acoge al saber, se le ordena y se le dispensa, protegiéndole a la vez de otros nuevos saberes, hasta tanto éstos no sean debidamente legitimados. No queda velado aquí el intento de vasallaje al utilizar el saber mismo con un propósito de dominio sobre el otro. Puede decirse que el discurso de la universidad es un claro ejemplo de la hegemonía del saber en nuestros días (y la ciencia, su más excelso paradigma)
Lo interesante es que, para el psicoanálisis, en cambio, aparece promovido a un primer plano un saber “que no se sabe”, que se desconecta del conocimiento y de la redondez de lo bien comprendido. Cuando se aborda el inconsciente (que es de lo que se ocupa casi exclusivamente el psicoanálisis) se trata de un saber que no tiene conocimiento de sí. (Que no sabe que sabe)
Y más bien ocurre que durante las sesiones se invita al sujeto a separarse de aquel ideal de tener que conocer a cabalidad todo lo que él mismo está diciendo.
No pretenderé dentro de unos días conjugar ambos discursos, el analítico y el universitario. No estaré allí ante los estudiantes ocupando el lugar de analista. Pero será mi mayor esfuerzo el de hacerles llegar que la formación de un analista está marcada justamente por un encuentro fortuito con la falla, con el tropiezo, en el propio soporte del saber. Y que la angustia de ese vacío en el hasta entonces compacto cúmulo de saber, esa inesperada “división subjetiva”, puede llevar a algunos a precipitarse hacia el psicoanálisis, es decir, hacia el mundo que rescata tal falla.
…Para colmos, viajo ayer a una pequeña ciudad y en la noche, mientras camino por sus calles, me quedo parada, sonriente, ante este letrero de hotel: Posada Freud.*
Algo en esto me dice que está bien eso de desacralizar un poco a la más dura teoría, y me conmina a aligerar cierta pose de saber para tratar de transmitir algo. No se me ocurren otras combinaciones entre mi conferencia y ese encuentro (con “Freud”) mientras caminaba…

*Hotel situado en la bonita y peatonal 5ta Avenida de Playa del Carmen, Caribe mexicano.

martes, 3 de marzo de 2009

De cómo a veces es preferible no responder nada







-Quiero que me lleves a Marte.
-¿a amarme?-respondió ella sin poder contenerse.