martes, 28 de abril de 2009

Influencia






...ya ni la homofonía entre ellas me hace gracia. No quiero Influenza. No se lo permitiré...

jueves, 23 de abril de 2009

Silencio


La música, a la vez que ordena los sonidos y nos puede convocar al entusiasmo o al frenesí, también tiene el don de sosegar, de acallar nuestros propios e incómodos demonios.
¿Qué sucede cuando el supuesto partenaire de la música, el silencio, es pautado y ofrecido bajo un semblante artístico?
El compositor estadounidense John Cage nos ha invitado a abrirnos a todos los sonidos. Es famosa su “partitura silenciosa”, la composición titulada 4’33’’ de 1952, que resulta esencialmente provocadora.
La ejecución de esta inaudita pieza consiste en que el artista se sienta al piano, coloca ante sí un cronómetro y ejecuta… el silencio. Con cada cierre y apertura de la tapa del teclado, el intérprete marca los distintos movimientos cuya duración total serían los cuatro minutos y treinta y tres segundos que le dan nombre.
En una asombrosa inversión de la fórmula distributiva según la cual el público callaba mientras escucha los bellos y ordenados sonidos que conforman la música, Cage suscitó con la primera presentación de la silenciosa 4’33’’ en Nueva York, un gran escándalo.
Es sucinta e innovadora la propuesta de Cage: a la vez que impulsa al silencio como protagonista, es un esfuerzo por demostrar la imposibilidad del silencio absoluto: alguien tose, las hojas de la partitura se pasan, suena un ruido indeterminado a lo lejos… Y con esta obra denuncia que de todos modos el silencio está poblado de sonidos.
Al menos, al acallarse los sonidos previstos y deliberados, se ha entreabierto por muy poco tiempo, por un instante quizás, un resquicio que enfrenta al sujeto con algo innombrable, con una ausencia densa que llega y que molesta. A algunos les deparará, incluso, momentos angustiosos, de inquietud, reacciones de ira.
Tal audiencia, entonces, no es impasible…
La experiencia seguramente es conmovedora en sí. *¿Qué sentimos ante el silencio? ¿Qué estruendo de lo real, en cambio, nos ha hecho padecer esta ausencia de los sonidos esperados?
Por eso el arte ofrecido en 4’33’’ no cierra su lazo si no incluye también los efectos (esos sí imprevisibles) que desencadena en el público que permanece en la sala hasta el final. Los aplausos, tan diversos, pueden ser los que traduzcan esa agitación tan íntima que este silencio acotado en un determinado espacio de tiempo, ha provocado en cada uno de los presentes.
Podrá así escucharse, después de esos largos cuatro minutos, cierta resonancia. Casi fugaz. Muy intransmisible.
Y… el resto es silencio**



*Inspirado en LF
**Hamlet, Shakespeare

lunes, 20 de abril de 2009

De verdad


La verdad, me ha inquietado. En primer lugar, tratando de perseguirle su rastro en los relatos de los pacientes: el sujeto acude a su analista, le cuenta sus historias personales, los recuerdos de su vida. ¿Es esto verdad en sí? ¿Importa?
Aquí habría que tener también en cuenta el esfuerzo denodado del sujeto con tal de desconocer ciertas verdades (la castración) y de ahí que reprima y niegue. Y no apartándonos totalmente de la clínica, el concepto de verdad irrumpe certeramente en el corazón mismo de la experiencia analítica; pues, el psicoanalista facilita allí una interpretación, y en virtud de esto en la cura se revelaría una “verdad” que el sujeto no sabía o no quería saber, una verdad que hasta entonces estaba “oculta”.
En segundo lugar, habiendo sido ampliamente abordada la verdad desde la filosofía, en su cualidad de adecuación con la realidad, y su verificación en ella, el psicoanálisis, al menos, ha evidenciado su veleidad y denunciado su dependencia de la subjetividad de cada quien. Quiero decir, que se ha dedicado, con buen impacto, a no hablar casi de otra cosa que no sea enarbolar la individualidad de las verdades, las que serían patrimonio de cada quien, y contingentes.
Otros siglos establecieron que la religión sería la destinada a atesorar para sí todo este poder de detentar la verdad, y de no compartirla. Se sabía bien entonces dónde ubicarla. Ahora, desplazándose, es la ciencia quien parece sostener toda la garantía de la verdad, y en casi todo.
Para Lacan, la verdad (no podía ser de otra manera) es un producto del lenguaje. Pero (y aquí se vislumbra lo verdadero) no pertenece al lenguaje, no puede nombrarse con los significantes, no es del mismo campo de las palabras, sino que está por fuera de él. Y esto es, y en tercer lugar, la proposición según la cual, como el significante no puede decir la verdad, no puede asirla, la verdad estaría relacionada más bien con los efectos del lenguaje.
Pues en cuanto a la verdad, ella de lo que trata es del goce, en la orilla misma con lo real, y designa a medias esta satisfacción. La verdad es hermana de este goce prohibido (Lacan) Y de este modo se separarían aquí el campo de la realidad (que puede nombrarse, ponerse en proposiciones lógicas de verdadero o falso) y el campo de la verdad, propiamente, que estaría en relación con el objeto, con algo no significantizable.
Sé que no termino de aprehenderla, que se me escurre, la verdad.
Finalizo con un juego, que no es mío pero que es muy exquisito y adoré recientemente, para intentar decir algo con respecto al lugar de la verdad en psicoanálisis: Ver….dad. Se ha visto, y se dará, en consecuencia, una verdad particular en el fantasma de cada quien.


*Foto de mi hermana L

martes, 14 de abril de 2009

Paciente


Viene, derrama sus palabras, soltándolas encadenadas una tras otra. Nunca ha llorado ni ha contado un sueño. Se encoge en el diván y gesticula muchísimo. Al despedirse me mira con una mirada somnolienta, como de aquél que emerge de un letargo adormecedor donde las palabras (¡cada una!) se han mordido, se han hundido al abismo, se han vuelto a aparear, han desaparecido en silencios, han sido pesadas. Como cada vez, me anuncia que cree que no vendrá a la próxima.

jueves, 9 de abril de 2009

De la seda a Sade


Me adentro en las perversiones, y comenzaré con el sadismo. Lo haré, al menos, antes de abordar el tema tan profundo y complejo del masoquismo. (En ese orden, también por causa de este chiste que todavía me hace mucha gracia: El masoquista le implora al sádico: Hazme daño, y el sádico le responde tranquilamente: No…)
Esta perversión, la sádica, le arrebató su nombre al marqués que le sirvió, con pluma y acto, más fielmente. Si uds no están muy de cerca vigilados por sus pruritos morales, pueden leerse, entre otras de sus libertinas obras, Justine o los infortunios de la virtud, y Filosofía en el tocador.
La perversión, como una estructura diferenciada de la neurosis y la psicosis, agita violentamente la pregunta por la relación entre el deseo y la ley. Mientras que el neurótico ante la castración ha decidido por el deseo, el perverso, confrontado igualmente a ella, decide por el goce. Para el perverso corresponde la “desmentida” al respecto: plantea simultáneamente el reconocimiento “Sí, hay castración”, y también “No, no hay castración”, poniéndose ahí a sí mismo, o bien interponiendo un objeto para borrarla.
Tanto el contenido como todo el escenario de la fantasía del sujeto neurótico se presenta aparentemente como perverso, ya que es ahí donde él recrea su fantasma prohibido y secreto de perversión. Pero, en cambio, un perverso se distingue por su sincero compromiso de llevarlo al acto, de actuar públicamente (por lo general es un público reducido) ese fantasma de goce.
Cuando Lacan se interesa por el Marqués de Sade, equipara su imperativo del goce con el imperativo categórico de Kant, y así formula la máxima que conviene entonces al fantasma sadiano: “tengo derecho a gozar de tu cuerpo, puede decirme quienquiera, y ese derecho lo ejerceré sin que ningún límite me detenga en el capricho de las exacciones que me venga en gana saciar en él”. El goce es para el perverso el Bien supremo, y a él habría que servirle, incondicionalmente.
Si bien creemos que los verdaderos perversos son sujetos sin límites, capaces de llevar hasta sus últimas consecuencias los actos más desatinados para alcanzar el goce, también hay que tener en cuenta que es otra ley la que el perverso anhela obedecer y por ello desafía a las ya establecidas. Esta ley, que es la ley de la obligación de gozar es de una exigencia implacable. Y ahí el sádico es el instrumento, él se propone como instrumento de una Voluntad de goce, para poder acceder a “un sujeto de puro placer”.
La ley perversa que impone gozar sin límites no conoce debilidades, miramientos, tabúes, piedad… para hacerse cumplir. (Nada más caro para aquél marqués que la seda de la inocencia de las jóvenes doncellas)
El perverso sádico exige el tormento de sus víctimas, de ellas extrae la angustia, y el horror de la división subjetiva queda así del lado de esas víctimas y no del suyo propio. Y este tormento le sirve para constatar en ellas la castración pero a la misma vez ignorarla, cuando va en busca de un más allá de los límites del dolor, ahí donde se cumple una voluntad inmarcesible de goce sin freno, que muchas veces acerca a estas víctimas casi a la muerte.
En otra ocasión vuelvo con el masoquismo.

sábado, 4 de abril de 2009

La interpretación del psicoanalista (I)


Lo que un psicoanalista ofrece en el análisis es una escucha, continuada y atenta. Y tal y como se espera de él a partir de esa escucha, en momentos muy puntuales del tratamiento, el analista hará una interpretación de los dichos del paciente.
La interpretación, casi como ningún otro elemento del análisis, denuncia el enorme poder y peso que tiene la palabra por sí misma. Constituye esa intervención privilegiada que hace el analista para tocar, a través de lo que se viene diciendo, la determinación inconsciente que hace repetir infinitamente siempre lo mismo en la vida del sujeto.
La palabra que prodiga ahí el analista trata de hacer un desciframiento, pero quedándose en un intermedio equívoco, entre lo afirmativo y lo negativo, en lo alusivo, quizás lo oracular, para que quede un poco inasible su propio sentido (que el sujeto se pregunte el enigma ¿qué habrá querido decirme mi analista?) Se trata, intencionalmente, de no otorgar más sentido, sino de poder alcanzar algún sinsentido.
Es así como la maniobra del analista intenta despojar a las palabras de toda la hojarasca de sentidos y dejarla en el hueso desnudo de casi un absurdo, de algo que ya no remita a más sentidos trillados. Para lograr esto, para cercar ese hueso, se utiliza, además de las tácticas interpretativas mencionadas, la citación de las propias palabras del paciente. Pues con la cita de los dichos, una homofonía podría hacer resonar entonces el eco de nuevos pasillos que transitar, y también pudieran hacerse surgir así nuevos anudamientos entre las sílabas de las palabras escuchadas. O bien, en su sencillez, consiste en repetir literalmente una frase determinada del discurso, que ya al ser aislada y ponderada por el analista cobrará otros brillos y otros significados.
La temporalidad es decisiva con respecto a la interpretación, pues no es algo que el analista prepare desde antes de la llegada de su paciente o que pueda dejar para otra ocasión. Es algo que se da en ese instante preciso del discurso que aquél viene contando… de no hacerlo ahí, se pierde para siempre la oportunidad de haber intervenido y haber modificado el curso de las repeticiones inconscientes del sujeto.
Ahora bien, ¿cómo verificar que la intervención que ha hecho el analista tiene carácter de interpretación? No es el asentimiento del paciente lo que nos hablará de la eficacia o no de esos momentos esporádicos en los que el analista interrumpe, con su palabra o su acto, e ilumina algo que estaba oculto hasta el presente.
Una interpretación se hace apoyándose (sin otro remedio) en la transferencia que se ha establecido ya en el tratamiento. Y esto es forzosamente así porque el sujeto sólo recibirá tales palabras como viniendo de la persona que él se cree que es el analista según la transferencia.
Pero la interpretación se mide por sus efectos; es decir, cuando a partir de ella “algo” del goce, o de la satisfacción pulsional se haya modificado. Una interpretación producirá un antes y un después, y será decisiva en el trascurso de una cura psicoanalítica.