martes, 30 de junio de 2009

Lacangust(i)a


Uno de los párrafos con los que Lacan trata de introducir el concepto de la angustia, en su Seminario 10, nos ha entusiasmado a escribir este texto entre dos, Beno, lector de este blog, y yo.
Lacan se sirve de la fábula siguiente: uno está delante de una gigantesca mantis religiosa que avanza. Ya de por sí, el ritual de apareamiento de estos animales hace que uno se encuentre en un momento difícil. La propuesta de Lacan es que como el sujeto no sabe qué máscara lleva puesta ante esa mantis exageradamente enorme (y él no ve su propio reflejo en el espejo del globo ocular del bicho), lo que emerge es la angustia ante la incógnita del deseo del Otro.
Para el sujeto se abrirá esta interrogante sobre el deseo del Otro, que Lacan formula tomando la expresión Che vuoi? o traducido, ¿Qué me quieres? ¿Qué quieres de mí en este lugar del yo? El enigma sostenido, no saber qué se quiere de nosotros, tiene como correlato la angustia. Es a partir de la mirada (lo escópico) que se ha entrevisto una amenaza. Es el misterio. Qué respuesta ofrecer allí ante ese deseo.

¿Qué quiere él (ella) en mí?
¿Qué, me quiere?
¿Qué quiere que yo sea?
¿Qué quiere, que yo sea?
¿Qué quiere? ¿Que sea yo?
¿Qué quiere?...Qué sé yo!

Y se descubre entonces que la angustia de tener (porque hacia allí se debe ir) que enfrentar la mirada deseante (y aniquilante) era lo único que nos impedía transformarnos en piedra.
Máscara y espejo -espejo temido y anhelado -terrible cuando no nos devuelve nuestra imagen tranquilizadora (¿no estaba ahí para eso?) sino la ausencia, terrible – y sólo de pensarlo, pues, angustia – cuando nos devuelve nuestra propia imagen real, sin máscara, cuando ve a través…

...La situación paraliza mucho antes que el veneno. Sirviendo ahí con mucho afecto a un amo, al Otro. Pero… ¿qué me quieres? No se puede ver él en ojo de ella. Que la traviesa ya avanza, la mantis, hacia él. Es pozo inquietante su boca ya abierta. No, no es esta hambre. Lo que aparece es Cupido que, feroz, se dirige a él: Yo sé que serás simiente. Será la vida de los hijos lo que verdaderamente importa. Es el sacrificio de los machos, porque el riesgo de desaparecer (¡y la angustia!) surge si no se sabe qué clase de alimento se puede ser ahí ante las fauces abiertas del Otro. Heroísmo o hedonismo, pero a favor de la especie se decidió destacarlos Darwin. Tan bien la canalizó, que puede iluminarnos algo sobre la nuestra.


La situación paraliza, mucho antes que el “¡Ven!” (Henos hirviendo ahí con mucho afecto)
Aún amo al otro, pero ¿qué? ¿me quieres?–“No sé…” -puede ver el enojo de ella que le atraviesa ya...
Avanza la mantis hacia el esposo. Inquietante, su boca ya abierta…no, no es estambre lo que aparece escupido. ¡Qué feroz! Se dirige al Yo: ¿Qué serás si mientes? Era la vida de los hijos. Lo que verdaderamente importa es el sacrificio de los machos. Es el riesgo de desaparecer (¡y la angustia!) surge si no se sabe qué clase de alimento se puede ser ahí ante las fauces abiertas del Otro. Heroísmo o hedonismo, pero a favor de la especie se decidió. De esta, Carlos (Darwin), también Lacan, a(n)alizó que puede iluminarnos algo sobre la nuestra.


...y entonces un viento pasa - ¿o era el soplo de su boca? - y lo apaga todo. De tanta repentina luz.

*Acróbatas. Foto tomada por Beno.

sábado, 20 de junio de 2009

Imposibilidad


La relación sexual no existe… Esta es una de las frases canónicas de Lacan que se deslizan de su enseñanza provocando más bullicio. En ocasiones se ha repetido muy huecamente este aforismo lacaniano. Y de lo que trata esta aseveración es de una imposibilidad: de lo imposible de la armonía en cuanto a la sexualidad. De lo real como imposible (imposible de aprehender desde lo simbólico).
(Para aquellos que siempre se intranquilizan cuando la escuchan… situemos con prisa: pero sí existen las relaciones sexuales)
Los seres humanos, lo somos porque el lenguaje intercedió constituyéndonos como tal. Y la sexualidad (eso que “cojea” siempre entre nosotros) está cincelada por los efectos del lenguaje sobre el ser. Es decir, que entre un hombre y una mujer, está ineludiblemente ya la palabra atravesada. Por lo que, también el objeto que nos satisfaría sexualmente, es de una armazón significante.
Los animales, en cambio, no se enredan afanosos en buscar salidas a su comportamiento sexual, pues cuentan con el código del instinto. Y en su animalidad, tanto el objeto sexual, como su solución de satisfacción, no están entretejidos por lo engañoso de la palabra. El venadito tendrá su venadita… y sabrá casi con precisión toda la técnica de cortejo, acceso y satisfacción en el momento adecuado. (En el colmo de no sé qué condición de homo sapiens, me tomo la potestad de hablar por ellos, de ellos, sin ser ellos, y habiéndolos visto muy pocas veces en mi vida!)
Decir que no hay relación sexual, a partir de Lacan, tiene que ver con que no hay proporción (correspondencia, reciprocidad) entre los sexos, que ellos no son complementarios entre sí. Entonces… que en los humanos, la una no es diáfanamente para el uno… O quienquiera sea el partenaire sexual.
La no relación sexual en la teoría lacaniana se refiere a que lo concerniente a la sexualidad no es escribible, que no puede formalizarse en términos del significante. Que esto pertenece a lo real, que no es simbolizable. Y lo que vendrá a sustituir esta imposibilidad es el goce fálico. Es decir, no hay relación (proporción) sexual entre el macho y la hembra, por tanto lo único que el inconsciente puede escribir sobre este agujero esencial, es el goce fálico, ese goce que toma como referencia al falo, un significante primordial y universal. Cada quien se ubicará a uno u otro lado (y esto comprende a las inclinaciones homosexuales, casi exclusivas de nuestra especie) tomando como eje este tipo de goce, digamos, permitido, simbolizable. De otros goces, imposibles de apresar fálicamente, no es seguro que pueda escribirse algo…

….y este blog mismo, que Verónica ha fantaseado con dejar ya próximo a su aniversario, también sospecho que ha querido ser una búsqueda de interlocutor, de complementariedad.
Y, bueno, de ese malentendido… no siempre se puede escapar. Está ahí, ¿ves?

*La creación de Adán (Detalle), Miguel Ángel

domingo, 14 de junio de 2009

pacientes…


Algo anda bastante mal en cuanto a la posición ética del psicoanalista si éste empieza a preferir a un paciente entre los otros. Es cierto que existen los pacientes molestos, puntillosos, los aburridos, los agresivos que batallan vivamente en sesión, los silenciosos, los que cancelan el minuto antes, los que describen con bello arte anécdotas y diálogos para evitar hablar tanto de sí mismos, los amigables, ¡muy diversos!
Ellos vienen en búsqueda de un cambio. Quisieran que lo insoportable o incómodo de ahora, se deshaga en la liviandad de una vida imaginada como ideal, un poco más anestesiada. Y varía mucho de un paciente a otro el empeño que pongan en este cambio, el esfuerzo de trabajo con su inconsciente, o si lo hacen descansar deliberadamente en manos de un amo de la terapia que les reconduciría al ansiado bien. En todo caso, vienen para compartir con otro lo que hasta ahora casi exclusivamente se guardaban para sí mismos.
Algunos se presentarán como más convencidos de querer el cambio, y otros, no tanto, que vendrán de todos modos para sólo hacer el recorrido de verificación de que nada, ninguna terapia estaría tan verdaderamente a la altura de su propio malestar como para poder exorcizarlo de una vez.
Cada caso es nuevo. Y con cada nuevo paciente, deberá ser olvidado todo aquello de los casos anteriores (recomendaba Freud), permitiéndose así la emergencia de lo singular de cada quien, de su síntoma, de lo que le distingue medularmente del resto, de lo que no clasifica en estándares preconcebidos.
La pasión que correspondería al analista, según Lacan, sería la de la ignorancia, como si no supiéramos nada y que por esto se pueda acoger la historia única que trae el sujeto. Así, se abriría espacio a lo que, en la sesión, con este paciente en particular, pueda sorprender, surgir inesperadamente.
La preferencia, la complacencia con un paciente determinado habla de identificaciones, de afectos, de demasiada metedura ahí del fantasma propio del analista. Se ha dicho, incluso, que se estaría frente a la inconfesada ambición del analista de que a través de este, su paciente, va a confirmarse el éxito de toda la teoría analítica, a darle la razón final a los textos establecidos. Lo cual es un obstáculo al curso del análisis. Y una descolocación de la posición del psicoanalista.
Para apuntalamientos de la ética del analista, está la posibilidad de hacer el control o supervisión con otro analista. Un analista no siempre está a salvo (aunque mantenga muy buenas relaciones con él) de tener que topárselas con su propio inconsciente en el ejercicio de su práctica. Y claro, continuar el análisis. ¿Existiría acaso la armonía absoluta con el inconsciente?
Mañana es lunes, ah, me digo, una de entre ellos hace que mi semana empiece sacudida.

jueves, 4 de junio de 2009

Psicoanálisis y poesía


Qué sabía yo de poesía, pensaba cuando de nuevo me interesé en el viejo romance del Psicoanálisis con la Poesía.
Ambos reinos, el del psicoanálisis y el de la poesía, fundados en un quehacer con el lenguaje y con la palabra en general, más de una verja comparten, quizás también más de una discordia, a través de su historia, no tan larga, como vecinos en el alma humana.
Mi pretensión, pues, consistió en desmenuzar lo que creía saber sobre lo poético y el inconsciente, para tratar de comprender la idea de Lacan acerca de la poesía como “el escenario privilegiado del lenguaje”, y su vínculo esencial con la interpretación analítica. Él mismo invitaba a que estuviéramos “inspirados por algo del orden de la poesía para intervenir en tanto que psicoanalistas”.
El poeta nos adentra en una nueva dimensión de la experiencia, nos lleva a un mundo muy diferente de este de acá tangible. La palabra poética tiene una dimensión de acto, en el sentido de acto creativo. Y de revelación de alguna verdad hasta ahora insospechada, escondida entre las palabras mismas.
Así, al romper los estrechos límites del habla cotidiana, la poesía se eleva y vuela hacia nuevos, múltiples, inesperados sentidos. Entonces sólo un hilo muy fino, muchas veces debido a la sonoridad de la palabra, quedaría entre este brote poético y aquel nada original sentido directo, llano, ¿comunicativo?, que reverbera todo el tiempo agotándose en cualquier conversación de rutina.
La poesía que nos enaltece no se circunscribe en sí solamente a la escritura, o a la versificación, ni tan siquiera a las bellas imágenes (la poesía no es sólo la búsqueda de lo bello, como se le ha querido ceñir) sino que irrumpe como un “hecho poético”, como una experiencia poética, como algo que se siente. Ella implica la posibilidad de que surja una emoción que tocará, en algo, al cuerpo. Es decir, la poesía tiene una resonancia en el cuerpo.
Lo poético roza lo inefable que hay en el lenguaje, creo que por eso es tan apasionante, pues consigue alcanzar aquella zona imposible, o al menos, evocarla.
Del mismo modo, en la experiencia analítica se trata de cercar lo real a partir de lo simbólico del lenguaje y de la movilidad de los sentidos. La interpretación del analista compartiría con la poesía esta incitación a ir más allá de lo pragmático, de lo evidente.
Y ambos nos dejan lo enigmático como evidencia, como la flor que atestigua de la travesía.