
Regreso y no sé bien adónde ni de dónde.
Corrí durante mis vacaciones casi cada mañana en mi antiguo estadio de la universidad. En serio.
Los primeros días, iba a correr junto a mi amigo el Poeta. Pero luego de un accidente menor suyo y, creo, de nuestro mutuo aturdimiento habitual (tenemos una relación un poco a lo Myrna e Ignatius Reilly –es una broma, con su perdón), debí seguir corriendo sola.
Las calles para llegar hasta el estadio me parecían nuevas, nunca vistas, a pesar de (y seguramente debido a) la suciedad y al derroche de no –me –importa- que ha devorado a La Habana.
La entrada, una vez contorneados los inmensos muros de la Universidad, es el lugar lúgubre donde inicia la contienda verdadera entre el ánimo y la pereza matutina. El estadio sigue estando custodiado por adormilados con uniforme. Gente rara que va a dejar sus horas y sus días en ese borde definitivo entre el sol exagerado de las calles, y la cueva tan oscura e intimidante que es el recinto de entrada al estadio. Uno desciende presuroso a ese submundo del deporte, y sólo pide no tener que respirar el hedor de sus primeros escalones ennegrecidos. Libres baños improvisados las esquinas de toda la escalera. Pero se atraviesa, y una vez abajo, ya regresa toda la luz.
Algunos pocos desde tan temprano todavía dan vueltas a la pista. En una misma dirección todos. Siempre.
Ahí el
start, marcado a mano (¿alzada?) en un terreno que ha sido increíblemente asfaltado, es bastante respetado por los corredores improvisados como yo. La hierba crece libre por todos lados, incluso en aquellos sitios donde no se le ha esperado jamás. Aisladas basuritas terminan por descomponerse al sol y a las pisadas. Entonces unas gradas absolutamente vacías sonríen venciéndole siempre a todo aquel que ya arranca, con ilusión, cuidando el paso. Y como si empujara, casi con desespero, el sol azota en la espalda en cada carrera, reservando enfrentarnos de viva cara hasta la mitad de cada vuelta.
El aire en tal explanada es delicioso y claro cuando hago la primera inspiración profunda. Respiro también los aullidos de guaguas no muy lejos, allá junto a la Facultad de Física donde hace mucho tiempo, me parece, conocía a alguien. Un hospital severo me resguarda desde lo alto.
Los saludos cruzados entre jadeos, al tercer día de vernos correr, y los desconocidos somos ya corredores como hermanos. ¡Qué pista, hermana y todo!
Si, se corre en círculos (apuntó B), en esa pista también agrietada. Se vuelve a pasar junto a su orilla enyerbada, el terco hierro ya doblado allá en el fondo, un lastimoso cachorro que sin piedad pide comida o cariño, es lo mismo. Siempre vuelve eso que se repite sin poder desprenderse uno de alguna circularidad que ha sido abrazada. Por momentos puede sólo pensarse en llegar una y otra vez a la meta, en nada más.
Cruzo de nuevo la línea insegura del
start, aunque no tantas veces como atleta, sudando con gusto, ¿doy otra más? Ya muchos se han ido. Es hora. Salgo por fin del estadio.