martes, 22 de septiembre de 2009

Narciso (I)


Debo hablar en una conferencia sobre el narcisismo próximamente. Es un tema que trato de elaborar poco a poco, y pondré a la consideración de uds (críticas e ideas) cada vez que encuentre (o tropiece con) algo interesante ¿hablamos de… narcisismo?
Para empezar, un poco del mito de Narciso, así como me ha complacido leerlo en el Libro Tercero de las Metamorfosis, de Ovidio.
Se nos dice que la madre de Narciso, la ninfa Liríope (¿no es ya así muy poética su entrada en el mundo?) en el momento del nacimiento del bello niño, consulta y escucha la fatalidad que anuncia que Narciso sólo podrá llegar a la vejez “Si a sí no se conociera…”
Conocerse entonces equivaldría aquí a la muerte. Pero, ¿de qué conocimiento sobre sí mismo se trata? ¿Del que nos es accesible, lo medianamente transparente del Yo, o de aquél otro, esquivo, que se nos escurre siempre y del que nada queremos saber?
El primer nudo a deshacer estaría entonces entre el conocerse (el saber) y la muerte.
La dualidad, que se asoma ya como siendo el eje de este mito tan bien armado, se presenta más claramente con un encuentro amoroso.
Unos quince años después, otra ninfa, enamorada quedó al ver la hermosura del adolescente, es la resonante Eco… (la que no ha aprendido a callar ante quien habla, ni tampoco a hablar ella primero) Ella lo contempla extasiada, y del intercambio sólo sonoro entrecruzado por los jóvenes en el bosque, surgirá todo el malentendido que inaugura el deseo. “Ven aquí, reunámonos”, llama Narciso, intrigado por Eco, “Unámonos” responde ella. Y él la rechaza: “Antes morir que abandonarme a ti” “Abandonarme a ti” repite la ninfa llorando. ¿No está aquí también, para Narciso, el embeleso que una imagen suya (sus propias palabras) le provoca, relanzada así por su desconocida partenaire?
Otro nudo, el de espejo y deseo, surge aquí con esta ilusión del doble que en Narciso se insinúa con la repetición de su voz en eco.
Pero Narciso no quiere abrazos…Muchos jóvenes a él, muchas muchachas lo desearon. Pero -hubo en su tierna hermosura tan dura soberbia- ninguno a él, de los jóvenes, ninguna lo conmovió, de las muchachas.
Y el hermoso va hacia el espejo inseguro de las aguas, se mira extasiado a sí mismo por primera vez y enloquece de amor ante su imagen en el agua.
El juego de insuflar en otros el deseo y no dejarse abrazar llega aquí a su fin, y destino. Por un lado, la detención es brusca: se ama por primera vez a alguien; y se sufre. Por el otro, el amado es uno mismo y (hay que oír que la queja de Narciso es sublime: Lo que deseo conmigo está. El objeto amado no se desprende, pero a la misma vez no se podrá asir) Es el arrebato por la belleza:
Cuántas veces, inútiles, dio besos al falaz manantial
En mitad de ellas visto, cuántas veces sus brazos que coger intentaban
su cuello sumergió en las aguas, y no se atrapó en ellas

La pasión de amarse a sí mismo es dolorosa. Es una trampa haber hallado ¡por fin! lo idéntico… y tal ardor le llevará sin remedio a la muerte. La superficie del agua, como espejo, el precioso límite que no se puede traspasar, se transgrede y muere así Narciso ahogado.
Hay quienes le perfuman adjudicándole una inocencia sin responsabilidad alguna en su suerte: Narciso no se ha enamorado de sí mismo, sino de la hermosa imagen (otra) que, nunca antes vista, ha hecho nacer en él el amor. Y en este camino encontramos que la imagen amada es propia pero a la vez ajena.
De esta apropiación súbita de la imagen del otro vendría a tomar energía y forma esa organización que devendrá el Yo, decía Lacan. Es decir, del otro viene la posibilidad de la identificación con la imagen de sí, pero esto incluye en su tejido, a la pulsión de muerte que se manifiesta en la agresividad ante el semejante. La (hegeliana) lucha a muerte: o el otro o yo...
Deseo y muerte, es el último nudo que será obligado desatar. Otro mito, aquél de Edipo, vendrá en nuestro auxilio a esclarecerlo. Traerá el tercer elemento a esta dualidad.

*Narciso, Caravaggio (1600)
**Metamorfosis, Ovidio, Libro Tercero

miércoles, 16 de septiembre de 2009

Wish you were here

... Y esto, como se dice en la tradición de mi familia, Esto no significa nada...

viernes, 4 de septiembre de 2009

monjes y psicoanálisis


Me ha fascinado una historia increíble de aplicación del psicoanálisis dentro de un convento. Ocurrió aquí, en México, muy cerca de la ciudad de Cuernavaca, en los años sesenta.
El padre Gregorio Lemercier nacido y ordenado en Bélgica, llegó a México en la década del ’40, y en 1950 funda el monasterio benedictino de Santa María de la Resurrección en Ahuacatitlán, estado de Morelos.
Un episodio de alucinación propio sorprendió un día de 1960 a Lemercier, siendo ya prior de este monasterio, y a la mañana siguiente decidió solicitar ayuda médica. Este es el comienzo de su tratamiento de psicoanálisis individual con el Dr. Gustavo Quevedo. Unos meses más tarde, comprendió que el psicoanálisis, como terapia grupal, podría ser útil para los monjes de su monasterio y dio inicio así a esta insólita práctica dentro de los predios de una institución religiosa.
La experiencia de aplicar el psicoanálisis para los miembros de una comunidad tan cerrada como la conformada por los monjes de un convento, tenía la primigenia intención del prior Lemercier de “depurar la fe”, de despejar la verdadera y auténtica vocación que había llevado hasta allí a cada monje, extirpándole toda la hojarasca de debilidades, apetitos de poder, neurosis, homosexualidad, psicosis o perversiones… era el afán de que ellos empezaran a vivir una religión bien entendida.
Imagino por un instante las sesiones de psicoanálisis grupal de aquéllos veinticuatro monjes del convento, conducidas por los doctores G. Quevedo y la argentina Frida Zmud. Cuán difícil debió haber sido en ocasiones, para sus jóvenes participantes, esta encomienda a la expresión, a tomar la palabra para hablar de sí ante todos. Eran sesiones en las que se debatían, también entremezclados, los asuntos personales y los de la institución religiosa, la fe, el temblor, lo poco que cada quien ya hubiera atrapado de uno mismo, las dependencias afectivas, la vocación escogida, la convivencia de todos.
El sendero que se abría entonces era muy novedoso dentro de la ortodoxia del discurso religioso de la época que, sólo muy recientemente había dado, por ejemplo, el paso de celebrar sus misas en español. Pareciera como si se hubiera podido suspender en el tiempo una única vía de acceso a la verdad, aireándose otra, esta vez traviesamente médica, nueva, subversiva, incisiva sin recurrir a los fuegos del castigo.
El Vaticano decidió pronto tomar cartas en el asunto. Temeroso además, de abrirle cualquier puerta a los cuestionamientos de método o pensamiento arcaicos de su dogma, condenó a Lemercier a abandonar el convento y a que quedara eliminada la teoría o la práctica del psicoanálisis en el monasterio, so pena de suspensión definitiva.
Después de apelaciones ante el papa, sucesivas visitas de eclesiásticos a Cuernavaca, sanciones y regresos, Lemercier finalmente, en 1967, ya determinado, se reúne con sus monjes. Ante la disyuntiva de abandonar el psicoanálisis o la renuncia a los votos de la iglesia, el prior y 21 de los veinticuatro monjes toman la decisión colectiva de separarse del sacerdocio y de la vida como religiosos. El convento se clausura.
Fundan entonces el Centro de Psicoanálisis Emaús, ofreciendo un hogar y terapia psicoanalítica para jóvenes con diversos desórdenes, sin importar su religión o clase social.
Con su nueva vida laica (se añade en las biografías) Lemercier conoció a Graciela Rumayor, con quien se casó. El Centro Emaús estuvo en funcionamiento hasta aproximadamente 1979-80.
Pienso que algunas tempestades hacen estallar entre sí a los diversos discursos que pretenden explicar el alma humana. No es asombroso hoy en día que muchos se trasvasen, se contaminen, se agranden y que acaben por desprender, poco a poco, aquello que de verdad no sirve para nada.

*A la Sra Vicky, que me habló por primera vez de la historia, sentadas a la orilla de este mar.

viernes, 28 de agosto de 2009

Saber su lugar


“No sé qué hacer con ellos, me han acompañado tanto, me han servido, y que yo los tire así, a la basura… No puedo. Mi gran dilema ahora es dónde dejarlos.”
No puede separarse fácilmente de este objeto, unos espejuelos de gran aumento, inservibles ya luego de su reciente operación. Cuatro días llevan ellos todavía arropados en su bolso, y no se ha decidido hasta el momento por un lugar donde abandonarlos. Como si ningún ataúd fuera apropiado para rendirle la eternidad que merecen, tras largos años de servicio.
Mientras articulaba su homenaje, el dolor de tal desprendimiento y la incertidumbre de su destino, hizo ademán de ponerlos sobre mi escritorio, pero rápidamente los regresó a su regazo. Allí se estuvieron, muy atentos, durante toda la sesión.

martes, 25 de agosto de 2009

Sobre el acting out


Siempre que estudio el concepto psicoanalítico de acting out, algo se me queda como descolocado, como si no pudiera asirlo del todo. Y sospecho que mis dificultades con él vengan de aquel viejo mito que habla de este evento como la prueba de “una metedura de pata” del analista en la cura.
El término acting out, es tomado del inglés por el psicoanálisis, con toda su resonancia teatral. Describe una acción imprevista (o su narración como escena) que ha realizado un paciente, por lo general, en el transcurso de su tratamiento, y que sorprende tanto al analista como a él mismo. Se actúa un incidente, que luego viene a contarse en sesión, como si fuera una escenificación que quiere mostrarle algo al analista. Es también, el fracaso del trabajo de recuerdo que hace el paciente en su análisis: algo se estanca y en lugar de rememorar, el paciente actúa un episodio.
El acting out estaría asociado entonces a los fenómenos de la transferencia. Así, con frecuencia se estima que cuando aparece durante una cura es porque el analista ha cometido un error: ha señalado algo indebidamente al paciente y éste se la devuelve con un acting out. Una intervención del analista en algún momento dado del análisis ha sido apresurada, desmedida o bastante inapropiada, por tocar inconsideradamente la causa del deseo en el sujeto, y pudiera sobrevenir esta “actuación”.
El acontecimiento en sí tiene carácter de exhibición. El sujeto lo cuenta por lo general como algo asombroso, como algo que él hizo sin saber muy bien por qué. Y en esta escena, tan cargada hacia lo visual, queda implicado casi siempre un objeto jugando un rol protagónico. Lacan cita el famoso caso de Kriss, relatándolo así: un individuo que temía mucho ser un plagiario y su analista trata de convencerle de que no lo es, que ese libro que ha escrito es muy original, esto el paciente no lo refuta, pero inexplicablemente sale del consultorio, va a un restaurant y pide un plato de sesos frescos.
Es una especie de mensaje que se le dirige al Otro (al analista, en este caso, quien deberá responsabilizarse por ocupar esa posición) para decirle: “Véalo, no es por ahí la cosa, Ud. no ha interpretado por donde era…”
Toda la escena en el acting out se ha compuesto, inconscientemente, para evitar un monto de angustia. A través de esta pequeña representación el sujeto ha evadido con habilidad (¡el histrionismo del inconsciente!) la enorme angustia que ha podido precipitarse por la intervención del Otro.
Sin embargo, los temidos (por los analistas) acting out durante el tratamiento, advierten e indican que el camino interpretativo seguido en tal caso no debería continuarse. Y que deberían pescarse, con atención, las próximas oportunidades que se presenten para regresar sobre el mensaje que ha traído el acting out a la cura.

sábado, 8 de agosto de 2009

Vestidos y locos. G.G. de Clérambault


Casi con el mismo ímpetu y el mismo proceder, las telas y los enfermos mentales apasionaron a Gaëtan Gatian de Clérambault. El eminente psiquiatra francés, de ascendencia noble y cultura exquisita, es considerado como uno de los grandes del período “de las enfermedades mentales” (segunda mitad del S XIX y primera del XX). Es, además, a quien Lacan reconoció como su “único maestro en psiquiatría”.
De escándalos y naturaleza muy diversos, numerosos eran los conducidos por la policía parisina a la Enfermería Especial de la Prefectura de París, donde Clérambault se desempeñaba como psiquiatra, desde 1920. Con ágil diagnóstico, los médicos allí debían decidir si al interno había que imputársele el delito o no, esto es, si iría a la calle o a la cárcel. El Dr. Clérambault se destaca por la formalidad precisa de sus informes de casos, por su observación certera, indagadora y firme, incluso de los detalles más ínfimos con los que podía descubrir, en ocasiones, el incipiente comienzo de una psicosis. Su intuición le señalaba que, una vez ya frente a una psicosis desencadenada, podía llegarse con persistencia durante la entrevista, a la confesión de los primeros indicios, al primer desgarro de identidad que había sentido el aquejado. Así logró sistematizar el Síndrome del Automatismo Mental, como un conjunto de fenómenos iniciales de carácter mecánico, sin tonalidad afectiva, no sensorial y atemáticos, que sufría el psicótico, experimentando trastornos que se le imponían como automáticos e intrusivos (ejemplo: enunciación de actos, impulsiones verbales, anticipación del pensamiento, etc.)
Su nombre recorre los diagnósticos psiquiátricos también cuando se habla del síndrome de Clérambault o de la erotomanía, que describe los delirios pasionales (el paciente tiene la certeza de que una persona, por lo general de condición superior, le ama infinitamente) y que este avezado psiquiatra supo distinguir con precisión de las psicosis alucinatorias.
Tal genialidad como clínico iba de la mano de su íntimo deleite por las vestimentas de las mujeres, fundamentalmente árabes. Esta secreta pasión, avivada cuando su paso por la guerra en aquéllas tierras durante su juventud, se convirtió en su fascinación o fetiche, acompañándole durante toda su vida de solterón. Se rodeó de silenciosos maniquíes, estudiando minuciosamente las caídas de las telas, los drapeados y plisados, la disposición de los tejidos sutiles sobre los cuerpos femeninos. Llegó a impartir clases sobre esta materia durante un tiempo en la Escuela de Bellas Artes.
Era la misma mirada que él posaba con una curiosidad feroz ante el loco y ante el movimiento de una tela. Ni síntomas ni posturas escapaban de su fina observación clínica, pudiendo así detallar con delicadeza unos y otras. A pesar de que se jactó de dejar su obra “inédita” (sus discípulos luego escribieron por él), Clérambault reveló un agradecido legado para estudios posteriores, en ciencia y arte.
A partir de una operación de catarata de muy poco éxito y con grave temor de quedarse ciego, en noviembre de 1934, el altivo psiquiatra se sentó en un sillón frente al espejo, se acercó su vieja pistola a la boca y se disparó. Había dejado escrito que: “Tenemos nuestros ojos a disposición de cualquier colega que desee examinarlos.”
Sus ojos… una ofrenda.

domingo, 2 de agosto de 2009

Estadio de regreso


Regreso y no sé bien adónde ni de dónde.
Corrí durante mis vacaciones casi cada mañana en mi antiguo estadio de la universidad. En serio.
Los primeros días, iba a correr junto a mi amigo el Poeta. Pero luego de un accidente menor suyo y, creo, de nuestro mutuo aturdimiento habitual (tenemos una relación un poco a lo Myrna e Ignatius Reilly –es una broma, con su perdón), debí seguir corriendo sola.
Las calles para llegar hasta el estadio me parecían nuevas, nunca vistas, a pesar de (y seguramente debido a) la suciedad y al derroche de no –me –importa- que ha devorado a La Habana.
La entrada, una vez contorneados los inmensos muros de la Universidad, es el lugar lúgubre donde inicia la contienda verdadera entre el ánimo y la pereza matutina. El estadio sigue estando custodiado por adormilados con uniforme. Gente rara que va a dejar sus horas y sus días en ese borde definitivo entre el sol exagerado de las calles, y la cueva tan oscura e intimidante que es el recinto de entrada al estadio. Uno desciende presuroso a ese submundo del deporte, y sólo pide no tener que respirar el hedor de sus primeros escalones ennegrecidos. Libres baños improvisados las esquinas de toda la escalera. Pero se atraviesa, y una vez abajo, ya regresa toda la luz.
Algunos pocos desde tan temprano todavía dan vueltas a la pista. En una misma dirección todos. Siempre.
Ahí el start, marcado a mano (¿alzada?) en un terreno que ha sido increíblemente asfaltado, es bastante respetado por los corredores improvisados como yo. La hierba crece libre por todos lados, incluso en aquellos sitios donde no se le ha esperado jamás. Aisladas basuritas terminan por descomponerse al sol y a las pisadas. Entonces unas gradas absolutamente vacías sonríen venciéndole siempre a todo aquel que ya arranca, con ilusión, cuidando el paso. Y como si empujara, casi con desespero, el sol azota en la espalda en cada carrera, reservando enfrentarnos de viva cara hasta la mitad de cada vuelta.
El aire en tal explanada es delicioso y claro cuando hago la primera inspiración profunda. Respiro también los aullidos de guaguas no muy lejos, allá junto a la Facultad de Física donde hace mucho tiempo, me parece, conocía a alguien. Un hospital severo me resguarda desde lo alto.
Los saludos cruzados entre jadeos, al tercer día de vernos correr, y los desconocidos somos ya corredores como hermanos. ¡Qué pista, hermana y todo!
Si, se corre en círculos (apuntó B), en esa pista también agrietada. Se vuelve a pasar junto a su orilla enyerbada, el terco hierro ya doblado allá en el fondo, un lastimoso cachorro que sin piedad pide comida o cariño, es lo mismo. Siempre vuelve eso que se repite sin poder desprenderse uno de alguna circularidad que ha sido abrazada. Por momentos puede sólo pensarse en llegar una y otra vez a la meta, en nada más.
Cruzo de nuevo la línea insegura del start, aunque no tantas veces como atleta, sudando con gusto, ¿doy otra más? Ya muchos se han ido. Es hora. Salgo por fin del estadio.

miércoles, 8 de julio de 2009

En La Habana


Una tarde, mientras conversaba con otro psicoanalista sobre el “increíble” resurgimiento del psicoanálisis en Cuba (socialista), a partir de la existencia de un grupo de jóvenes en La Habana ávidos por leer a Lacan y formarse como analistas, coincidíamos (¿marxistamente?) ambos en que para este renacer tendrían que haber convergido circunstancias sociales (¡y personales!) muy específicas.
La historia más oficial y formalizada acerca del psicoanálisis en Cuba, en general, y de este grupo lacaniano en particular, cuenta con versiones muy interesantes, algunas más inclusivas que otras, algunas mejor fortalecidas por haber sido escritas por sus propios participantes, cultiva en su conjunto un buen compendio de acontecimientos, de obstáculos, de éxitos, y de personas, que decidieron llevar lo más lejos posible el camino abierto por Freud, allí en suelo tropical.
A finales de los ochenta, pero específicamente en los años noventa, por alguna de esas incipientes grietas que el saber monolítico (no hablo sólo del académico, en este caso) empezaba a mostrar, surgió el Grupo de Estudios Psicoanalíticos de La Habana. Allí se leía a Lacan, se le trataba de entender, de mezclar con otros saberes, de insertarlo en la práctica clínica, de formalizarlo en ponencias y coloquios, de utilizarlo para explicar vivencias o acontecimientos más sociales que rondaban, por esa época, en el país, en fin, de trabajar lo más profundo posible a Freud y a una enseñanza como la lacaniana, tan incisiva, fascinante y difícil como se presentaba al abrir sus textos.
El discurso del analista, teorizado por Lacan como el reverso mismo del discurso del amo, renacía subversivo en esa Habana tan inolvidablemente característica a nivel social en ese período de su historia (en la década de los cincuenta ya había existido una destacada labor de varios analistas cubanos). El grupo se componía fundamentalmente de jóvenes, casi la mayoría aún estudiantes, unos más entusiasmados por la epistemología y lo filosófico, otros inclinados más hacia la clínica, mordidos todos por el deseo de saber, de ser analistas, de difundir el psicoanálisis en la ciudad, ánimos que aún hoy en día de alguna manera se mantienen.
Este discurso (o tipo de lazo social) llamado del analista es solidario del descreimiento en las tendencias totalizadoras o, como se explica en la clínica, es el que denuncia la ilusión de que haya respuesta (uniforme) para todo malestar, y una misma solución para todos los sujetos. Es el que no confía en un gran Otro pleno y no castrado, sino que intenta rescatar la particularidad de cada quien y su propia responsabilidad con su síntoma. No cree, y por eso subvierte, por ejemplo, el afán de las corrientes psicoterapéuticas que reposan en el sentido, que refuerzan las identificaciones del individuo para que siga el sendero de la mayoría en la sociedad.
Y allí existió, junto a una biblioteca abierta y bastante completa, una Consulta de psicoanálisis… y ciertamente, algunos analistas.

*La entrada a la Consulta de Psicoterapia Psicoanalítica, La Habana.

martes, 30 de junio de 2009

Lacangust(i)a


Uno de los párrafos con los que Lacan trata de introducir el concepto de la angustia, en su Seminario 10, nos ha entusiasmado a escribir este texto entre dos, Beno, lector de este blog, y yo.
Lacan se sirve de la fábula siguiente: uno está delante de una gigantesca mantis religiosa que avanza. Ya de por sí, el ritual de apareamiento de estos animales hace que uno se encuentre en un momento difícil. La propuesta de Lacan es que como el sujeto no sabe qué máscara lleva puesta ante esa mantis exageradamente enorme (y él no ve su propio reflejo en el espejo del globo ocular del bicho), lo que emerge es la angustia ante la incógnita del deseo del Otro.
Para el sujeto se abrirá esta interrogante sobre el deseo del Otro, que Lacan formula tomando la expresión Che vuoi? o traducido, ¿Qué me quieres? ¿Qué quieres de mí en este lugar del yo? El enigma sostenido, no saber qué se quiere de nosotros, tiene como correlato la angustia. Es a partir de la mirada (lo escópico) que se ha entrevisto una amenaza. Es el misterio. Qué respuesta ofrecer allí ante ese deseo.

¿Qué quiere él (ella) en mí?
¿Qué, me quiere?
¿Qué quiere que yo sea?
¿Qué quiere, que yo sea?
¿Qué quiere? ¿Que sea yo?
¿Qué quiere?...Qué sé yo!

Y se descubre entonces que la angustia de tener (porque hacia allí se debe ir) que enfrentar la mirada deseante (y aniquilante) era lo único que nos impedía transformarnos en piedra.
Máscara y espejo -espejo temido y anhelado -terrible cuando no nos devuelve nuestra imagen tranquilizadora (¿no estaba ahí para eso?) sino la ausencia, terrible – y sólo de pensarlo, pues, angustia – cuando nos devuelve nuestra propia imagen real, sin máscara, cuando ve a través…

...La situación paraliza mucho antes que el veneno. Sirviendo ahí con mucho afecto a un amo, al Otro. Pero… ¿qué me quieres? No se puede ver él en ojo de ella. Que la traviesa ya avanza, la mantis, hacia él. Es pozo inquietante su boca ya abierta. No, no es esta hambre. Lo que aparece es Cupido que, feroz, se dirige a él: Yo sé que serás simiente. Será la vida de los hijos lo que verdaderamente importa. Es el sacrificio de los machos, porque el riesgo de desaparecer (¡y la angustia!) surge si no se sabe qué clase de alimento se puede ser ahí ante las fauces abiertas del Otro. Heroísmo o hedonismo, pero a favor de la especie se decidió destacarlos Darwin. Tan bien la canalizó, que puede iluminarnos algo sobre la nuestra.


La situación paraliza, mucho antes que el “¡Ven!” (Henos hirviendo ahí con mucho afecto)
Aún amo al otro, pero ¿qué? ¿me quieres?–“No sé…” -puede ver el enojo de ella que le atraviesa ya...
Avanza la mantis hacia el esposo. Inquietante, su boca ya abierta…no, no es estambre lo que aparece escupido. ¡Qué feroz! Se dirige al Yo: ¿Qué serás si mientes? Era la vida de los hijos. Lo que verdaderamente importa es el sacrificio de los machos. Es el riesgo de desaparecer (¡y la angustia!) surge si no se sabe qué clase de alimento se puede ser ahí ante las fauces abiertas del Otro. Heroísmo o hedonismo, pero a favor de la especie se decidió. De esta, Carlos (Darwin), también Lacan, a(n)alizó que puede iluminarnos algo sobre la nuestra.


...y entonces un viento pasa - ¿o era el soplo de su boca? - y lo apaga todo. De tanta repentina luz.

*Acróbatas. Foto tomada por Beno.

sábado, 20 de junio de 2009

Imposibilidad


La relación sexual no existe… Esta es una de las frases canónicas de Lacan que se deslizan de su enseñanza provocando más bullicio. En ocasiones se ha repetido muy huecamente este aforismo lacaniano. Y de lo que trata esta aseveración es de una imposibilidad: de lo imposible de la armonía en cuanto a la sexualidad. De lo real como imposible (imposible de aprehender desde lo simbólico).
(Para aquellos que siempre se intranquilizan cuando la escuchan… situemos con prisa: pero sí existen las relaciones sexuales)
Los seres humanos, lo somos porque el lenguaje intercedió constituyéndonos como tal. Y la sexualidad (eso que “cojea” siempre entre nosotros) está cincelada por los efectos del lenguaje sobre el ser. Es decir, que entre un hombre y una mujer, está ineludiblemente ya la palabra atravesada. Por lo que, también el objeto que nos satisfaría sexualmente, es de una armazón significante.
Los animales, en cambio, no se enredan afanosos en buscar salidas a su comportamiento sexual, pues cuentan con el código del instinto. Y en su animalidad, tanto el objeto sexual, como su solución de satisfacción, no están entretejidos por lo engañoso de la palabra. El venadito tendrá su venadita… y sabrá casi con precisión toda la técnica de cortejo, acceso y satisfacción en el momento adecuado. (En el colmo de no sé qué condición de homo sapiens, me tomo la potestad de hablar por ellos, de ellos, sin ser ellos, y habiéndolos visto muy pocas veces en mi vida!)
Decir que no hay relación sexual, a partir de Lacan, tiene que ver con que no hay proporción (correspondencia, reciprocidad) entre los sexos, que ellos no son complementarios entre sí. Entonces… que en los humanos, la una no es diáfanamente para el uno… O quienquiera sea el partenaire sexual.
La no relación sexual en la teoría lacaniana se refiere a que lo concerniente a la sexualidad no es escribible, que no puede formalizarse en términos del significante. Que esto pertenece a lo real, que no es simbolizable. Y lo que vendrá a sustituir esta imposibilidad es el goce fálico. Es decir, no hay relación (proporción) sexual entre el macho y la hembra, por tanto lo único que el inconsciente puede escribir sobre este agujero esencial, es el goce fálico, ese goce que toma como referencia al falo, un significante primordial y universal. Cada quien se ubicará a uno u otro lado (y esto comprende a las inclinaciones homosexuales, casi exclusivas de nuestra especie) tomando como eje este tipo de goce, digamos, permitido, simbolizable. De otros goces, imposibles de apresar fálicamente, no es seguro que pueda escribirse algo…

….y este blog mismo, que Verónica ha fantaseado con dejar ya próximo a su aniversario, también sospecho que ha querido ser una búsqueda de interlocutor, de complementariedad.
Y, bueno, de ese malentendido… no siempre se puede escapar. Está ahí, ¿ves?

*La creación de Adán (Detalle), Miguel Ángel

domingo, 14 de junio de 2009

pacientes…


Algo anda bastante mal en cuanto a la posición ética del psicoanalista si éste empieza a preferir a un paciente entre los otros. Es cierto que existen los pacientes molestos, puntillosos, los aburridos, los agresivos que batallan vivamente en sesión, los silenciosos, los que cancelan el minuto antes, los que describen con bello arte anécdotas y diálogos para evitar hablar tanto de sí mismos, los amigables, ¡muy diversos!
Ellos vienen en búsqueda de un cambio. Quisieran que lo insoportable o incómodo de ahora, se deshaga en la liviandad de una vida imaginada como ideal, un poco más anestesiada. Y varía mucho de un paciente a otro el empeño que pongan en este cambio, el esfuerzo de trabajo con su inconsciente, o si lo hacen descansar deliberadamente en manos de un amo de la terapia que les reconduciría al ansiado bien. En todo caso, vienen para compartir con otro lo que hasta ahora casi exclusivamente se guardaban para sí mismos.
Algunos se presentarán como más convencidos de querer el cambio, y otros, no tanto, que vendrán de todos modos para sólo hacer el recorrido de verificación de que nada, ninguna terapia estaría tan verdaderamente a la altura de su propio malestar como para poder exorcizarlo de una vez.
Cada caso es nuevo. Y con cada nuevo paciente, deberá ser olvidado todo aquello de los casos anteriores (recomendaba Freud), permitiéndose así la emergencia de lo singular de cada quien, de su síntoma, de lo que le distingue medularmente del resto, de lo que no clasifica en estándares preconcebidos.
La pasión que correspondería al analista, según Lacan, sería la de la ignorancia, como si no supiéramos nada y que por esto se pueda acoger la historia única que trae el sujeto. Así, se abriría espacio a lo que, en la sesión, con este paciente en particular, pueda sorprender, surgir inesperadamente.
La preferencia, la complacencia con un paciente determinado habla de identificaciones, de afectos, de demasiada metedura ahí del fantasma propio del analista. Se ha dicho, incluso, que se estaría frente a la inconfesada ambición del analista de que a través de este, su paciente, va a confirmarse el éxito de toda la teoría analítica, a darle la razón final a los textos establecidos. Lo cual es un obstáculo al curso del análisis. Y una descolocación de la posición del psicoanalista.
Para apuntalamientos de la ética del analista, está la posibilidad de hacer el control o supervisión con otro analista. Un analista no siempre está a salvo (aunque mantenga muy buenas relaciones con él) de tener que topárselas con su propio inconsciente en el ejercicio de su práctica. Y claro, continuar el análisis. ¿Existiría acaso la armonía absoluta con el inconsciente?
Mañana es lunes, ah, me digo, una de entre ellos hace que mi semana empiece sacudida.

jueves, 4 de junio de 2009

Psicoanálisis y poesía


Qué sabía yo de poesía, pensaba cuando de nuevo me interesé en el viejo romance del Psicoanálisis con la Poesía.
Ambos reinos, el del psicoanálisis y el de la poesía, fundados en un quehacer con el lenguaje y con la palabra en general, más de una verja comparten, quizás también más de una discordia, a través de su historia, no tan larga, como vecinos en el alma humana.
Mi pretensión, pues, consistió en desmenuzar lo que creía saber sobre lo poético y el inconsciente, para tratar de comprender la idea de Lacan acerca de la poesía como “el escenario privilegiado del lenguaje”, y su vínculo esencial con la interpretación analítica. Él mismo invitaba a que estuviéramos “inspirados por algo del orden de la poesía para intervenir en tanto que psicoanalistas”.
El poeta nos adentra en una nueva dimensión de la experiencia, nos lleva a un mundo muy diferente de este de acá tangible. La palabra poética tiene una dimensión de acto, en el sentido de acto creativo. Y de revelación de alguna verdad hasta ahora insospechada, escondida entre las palabras mismas.
Así, al romper los estrechos límites del habla cotidiana, la poesía se eleva y vuela hacia nuevos, múltiples, inesperados sentidos. Entonces sólo un hilo muy fino, muchas veces debido a la sonoridad de la palabra, quedaría entre este brote poético y aquel nada original sentido directo, llano, ¿comunicativo?, que reverbera todo el tiempo agotándose en cualquier conversación de rutina.
La poesía que nos enaltece no se circunscribe en sí solamente a la escritura, o a la versificación, ni tan siquiera a las bellas imágenes (la poesía no es sólo la búsqueda de lo bello, como se le ha querido ceñir) sino que irrumpe como un “hecho poético”, como una experiencia poética, como algo que se siente. Ella implica la posibilidad de que surja una emoción que tocará, en algo, al cuerpo. Es decir, la poesía tiene una resonancia en el cuerpo.
Lo poético roza lo inefable que hay en el lenguaje, creo que por eso es tan apasionante, pues consigue alcanzar aquella zona imposible, o al menos, evocarla.
Del mismo modo, en la experiencia analítica se trata de cercar lo real a partir de lo simbólico del lenguaje y de la movilidad de los sentidos. La interpretación del analista compartiría con la poesía esta incitación a ir más allá de lo pragmático, de lo evidente.
Y ambos nos dejan lo enigmático como evidencia, como la flor que atestigua de la travesía.

miércoles, 27 de mayo de 2009

El duelo


Me ha resultado interesante la familiaridad de las dos acepciones de duelo. Con raíces latinas distintas, dolus (dolor) y duellum (desafío) según se refiera a uno u otro caso, el duelo mismo me ha hecho investigarlo, escudriñar sus causas, conocer sus posibles salidas y tratar de convencerme de que su duración normal estimada (seis meses) es sólo alimento de las estadísticas.
El duelo es "la reacción frente a la pérdida de una persona amada o de una abstracción que haga sus veces, la patria, la libertad, un ideal, etc", explicaba Freud en su texto Duelo y Melancolía.
Se trata, particularmente, de un dolor intenso, un dolor psíquico. Como si el alma se detuviera un poco. En este estado, ocurre la cesación del interés por el mundo, la pérdida de la capacidad de amar y una inhibición consecuente de casi todas las actividades del sujeto en su vida, según se describe.
No habría muchas maneras de protegernos de las pérdidas contundentes, pues cuando alguien o algo ha ocupado para nosotros ese lugar de objeto valioso, insustituible, cifrado de nuestras esperanzas más abarcadoras, puede sobrevenir con su ausencia, la confrontación (como sujetos) con aquel agujero más esencial, originario, arcaico, que es la falta que nos constituye como seres.
Este acercamiento intenso con la propia castración, este desamparo en el que el objeto amado e ido nos ha dejado, desencadenará todo un proceso llamado trabajo del duelo, que en sí mismo es un tiempo para el desasimiento. Este tiempo es necesario, pues demostrará que aquel objeto perdido no es fácilmente sustituible por otro, y que sólo paulatinamente se podrá “des-investir” de libido a aquel que la absorbía toda de nosotros.
Pero no solamente este objeto era preciado para nosotros, sino que él condensaba en sí mismo lo preciado que éramos nosotros para él. Y el duelo se hará entonces, también, por el lugar que ocupábamos nosotros para aquel que ha partido.
En este trabajo de elaboración del duelo, cuya duración dependerá más que de la cronología, de la lógica psíquica de cada quien, será indispensable que el sujeto pueda restablecer a nivel simbólico el desastre real ante el que sucumbe. Esto implica que para volver a re-investir nuevamente otros objetos con los brillos del que ya no está más, el sujeto tiene que disponer a partir de ahora de una nueva recomposición simbólica de su vieja relación con la falta. Decidirse a ir al diván puede acortar este camino.
Hablamos de duelo como dolor ante la pérdida, y también hablamos de un desafío a recomponernos por medio del significante. Dolerá bastante, pero nos expone a nuevas posiciones con relación al objeto primordial perdido para siempre…
Y un día nos levantamos y reconocemos: El duelo ha terminado.

miércoles, 20 de mayo de 2009

Del sonido del blog

(Per Salva, che ha aggiunto la lingua italiana)

Los blogs me parecen todo un invento increíble. Cada quien se desdobla en palabra, imagen, exaltación, ideas, anonimatos… puras emociones, creo yo. Y entonces resplandecerá el deseo de volver. O no.
Este espacio no será real, y sin embargo puede tenerse la muy viva sensación de que a la par de la fiesta de imágenes y letras ante nuestros ojos, apareciera también un eco, un sonido articulado de fondo, cierta cadencia audible que acompañará a las visitas en su recorrido.
Haciendo también al blog continuamente están los sonidos de los que comentan, las voces intuidas, los acentos mezclados dentro del mismo idioma (¡y en otros!), los adorables errores al escribir que poco podríamos atribuírselos ya a la prisa o a la inocente negligencia.
Creo que se escribe para alguien, uno diseña un Otro a la medida, a partir de las elucubraciones de quién pudiera estar leyendo esto ahora mismo, y es placentero creerse que habría allí un lector, (¡muchos!) un público.
Como nunca he tenido muy bien pensado cuáles son mis cosas preferidas (salvo el chocolate, ante el que nada se compara) para mí encontrar una canción hoy, entre tantas, se me ha hecho una tarea extraordinariamente difícil. Y con esta duda, y pidiéndoles clemencia, que no se vayan a reír demasiado, escogí Lovefool, para acompañar estas divagaciones.
Ya sé que es muy discutible lo que voy a adelantar, pero lo que se le pide al Otro, en esencia, es que nos quiera.
A estas alturas ya no puedo decir que elegí con tal canción otro que no fuera el camino más sencillo. Pero no estoy tan segura de eso… uds ya son los que saben de estas cosas.

sábado, 16 de mayo de 2009

El agalma


Ser el amante, o bien, ser el amado. Viejo dilema en estos trajines de la humanidad. Algunas veces yo he sido amada intensamente y otras veces yo también he amado con fuerte pasión, pero, como a casi todos les ha pasado, no siempre ha habido correspondencia –o coincidencias- entre esas dos posiciones. Dos en el amor serían: el sujeto que ama (erastés) y el otro como objeto de amor (eromenós), según los términos que toma Lacan de la poesía épica griega para explicar la metáfora del amor en su Seminario sobre la transferencia.
El Banquete de Platón sirve de fondo y es delicioso leerlo. Siguiendo el seminario, ya nos adentramos en este simposio cuando nos sorprende la llegada intempestiva de Alcibíades ebrio, uno de los jóvenes más bellos y elegantes de Atenas. Él marca un giro en los discursos hasta ahora pronunciados en torno al amor, y lanza públicamente su declaración de amor a Sócrates, el sabio filósofo también presente entre los convidados. Con tal confesión, Alcibíades quiere alabarlo y desenmascararlo a la vez, pues dice (y esta es la frase clave, me parece) “Ninguno de uds. le conoce”.
Al gran filósofo, de quien Alcibíades hace el elogio, no le acompañaba mucho la belleza física (uno de los valores más ponderados entre los antiguos griegos) y el joven lo compara entonces, en su efusiva intervención, con un sileno en cuyo interior estaría el preciado agalma. El agalma es un concepto que rueda con distintas significaciones, pero señala, sustancialmente, a ese objeto maravilloso muy adentro escondido, eso que deslumbra, el objeto precioso y enigmático que puede atraer la atención de los dioses. Es decir, Sócrates encantaría porque detenta el agalma, según Alcibíades. Así, en su elogio, el joven quiere ubicar al sabio en la posición de eromenós (el deseable o amable) el que tiene en sí el objeto que provoca el deseo. Y aquí Sócrates, finalizando esta intervención, se rehúsa a ese pasaje del que desea, el amante, a constituirse como el amado (eromenós) ¿Cómo lo hace? Sócrates le desvía, declina ese ofrecimiento porque sabe que él no tiene el agalma que Alcibíades le supone, y porque en su esencia, lo que hay es el vacío, hay una falta que le hace estar todo el tiempo en la posición de quien desea, es un deseante puro. Para quien se hizo famoso sólo sabiendo que no sabía nada, consideraba que no había nada en él que fuera realmente amable. En este rechazo de Sócrates, ya puede entreverse la posición del psicoanalista en la cura.
Además, la réplica socrática consiste en indicarle también al joven que aquel a quien con certeza él se dirige con tal discurso, es a Agatón, el poeta homenajeado en este simposio. Y esta intervención aquí tiene todo el valor de una interpretación en psicoanálisis, al mostrarle además dónde se encuentra el verdadero objeto de su deseo.
La metáfora del amor, según la desarrolla Lacan, consiste en que se dé la sustitución de la posiciones del amado en el amante (del eromenós al erastés), aquel que es objeto amoroso devenga sujeto que ama. ¿No tiene esto que ver con la magia, con el precioso milagro del amor?
Debido a la transferencia, en un análisis, el paciente coloca de nuestro lado el objeto- agalma, quedando así el analista supuestamente en el lugar del eromenós, el que porta ese agalma que el sujeto viene buscando. El paciente piensa que ese saber sobre sí mismo, que no logra aprehender, lo tiene el analista. Esta suposición de saber imputada al analista, como quien contuviera un agalma que hace brillar el enigma del deseo, previene y nos fuerza a hacer tal como hizo Sócrates, no aceptar ocupar ese lugar tramposo del amado, e intentar dejarlo vacío, vacante, para que pueda así emerger el deseo del paciente (su propia falta).
El deseo del analista es una noción posterior en la enseñanza de Lacan que esclarece esta situación de la transferencia en la cura, y consiste, además, en dejar deshabitado el lugar del deseo propio del analista, para relanzar el deseo inconsciente del sujeto en el análisis.
No habría que olvidar que ha sido la intensidad del deseo ilimitado de saber que animaba a Sócrates, la fuente de la pasión que embargaba al hermoso Alcibíades. Es un deseo que ha hecho surgir (de lo feo) el agalma.


* Sócrates con sus discípulos, en la Escuela de Atenas (Detalle), Rafael

viernes, 8 de mayo de 2009

Asedio


Me animé y le expliqué detalladamente. Di versiones. Ejemplos comunes. Seguía ahí, sin comprender nada. Su mente estaba siendo atravesada en esos momentos por otros enjambres de pensamientos. No podría decir si mejores o peores que ese que intentaba forzar y penetrar sus predios. No sucedía nada, todo apagado. No había ni un solo brillo de luz que indicara el paso de esa avalancha de lo nuevo que quería hacer migas, y casarse, con algún desperdigado pensamiento íntimo. Las nuevas ideas venían con entusiasmo y se estrellaban en la hermeticidad de su no.
De repente, un eco, la sombra de una figura que se deja ver cerca de la cancela y los postigos. Se duda. Una pregunta ha sido formulada y entonces se inclinan las armas, entreabriéndose un resquicio.
Comprender podría ser de alguna manera no resistir al asedio.


*Castillo de la Real Fuerza, La Habana
(Flickr)

viernes, 1 de mayo de 2009

El velo


Entra y me muestra sonriente su mascarilla: La he diseñado y mire qué hermosa, dice sentándose. No la utiliza en sesión, ni tampoco yo que, irreverente, no llevo ninguna todavía. Miro el decorado con flores de ese pedazo de tela, de ese “cubreboca” (cuán pertinente el término) y me quedo pensando en la difícil relación que se da entre el velo y la posición femenina.
En la función del velo para una mujer.
Una manera de abordar el complejo asunto de hoy quiénes mujeres quiénes hombres, es la propuesta del psicoanálisis lacaniano al respecto: todo es cuestión de cómo se posiciona cada sujeto de un lado u otro según el falo, tenerlo (lado masculino), serlo (lado femenino) y esto no está determinado por el cuerpo biológico con el que nacimos, sino por una “asunción” subjetiva del sexo. Y lo esencial se dirime en el lenguaje (¡Hay tantas mujeres con cuerpos de hombre y tantos hombres con cuerpos de mujer!)
La mujer, como una de las “posiciones femeninas del ser” tiene una relación fundamental con la nada, con el no tener, partiendo del supuesto freudiano de que sobre ella no se cierne la amenaza de la castración como sobre el varón. Ellas, por eso mismo, tienen muchísimas mejores relaciones con la falta y con lo real, con esa nada, pudiendo denunciar con más potestad la falacia de los semblantes que se han puesto ahí para colmar ese vacío. (Esto se toma también como argumento para explicar por qué a las mujeres nos resulta más cómodo que a muchos hombres poder ocupar la posición de psicoanalistas…)
Sin embargo, a la vez que es fácil reconocer en las mujeres ese interés continuo en atravesar y romper los semblantes establecidos y tan apreciados por los hombres, tienen ellas de todos modos el arte de saber adoptarlos, de revestirse con las máscaras, de confeccionar los velos y envolverse en ellos. Los postizos le aseguran que su propia falta quede velada tras ellos, y que la belleza y completud así conseguida, ornarán el falo que toda ella quiere aparentar ser para el hombre.
La mujer con sus semblantes juega al engaño de la seducción, presume de ser aquello que podría faltarle a los hombres y de esta manera, brilla como más deseable ante ellos… ¿acaso los velos no han sido siempre también una invitación, una incitación a descubrirlos?
Ya se sabe que cuando se está en presencia de un velo, puede aseverarse la promesa de que algo puede haber detrás.
La joven paciente, más allá de procurar su diferencia (estructural) embelleciendo ese pequeño velo protector en medio de obligatoriedades… una vez que se lo ha mostrado a la analista, lo estruja en sus manos y se dispone apasionadamente a hablar de su marido.

*Visita al cirujano, Remedios Varo.

martes, 28 de abril de 2009

Influencia






...ya ni la homofonía entre ellas me hace gracia. No quiero Influenza. No se lo permitiré...

jueves, 23 de abril de 2009

Silencio


La música, a la vez que ordena los sonidos y nos puede convocar al entusiasmo o al frenesí, también tiene el don de sosegar, de acallar nuestros propios e incómodos demonios.
¿Qué sucede cuando el supuesto partenaire de la música, el silencio, es pautado y ofrecido bajo un semblante artístico?
El compositor estadounidense John Cage nos ha invitado a abrirnos a todos los sonidos. Es famosa su “partitura silenciosa”, la composición titulada 4’33’’ de 1952, que resulta esencialmente provocadora.
La ejecución de esta inaudita pieza consiste en que el artista se sienta al piano, coloca ante sí un cronómetro y ejecuta… el silencio. Con cada cierre y apertura de la tapa del teclado, el intérprete marca los distintos movimientos cuya duración total serían los cuatro minutos y treinta y tres segundos que le dan nombre.
En una asombrosa inversión de la fórmula distributiva según la cual el público callaba mientras escucha los bellos y ordenados sonidos que conforman la música, Cage suscitó con la primera presentación de la silenciosa 4’33’’ en Nueva York, un gran escándalo.
Es sucinta e innovadora la propuesta de Cage: a la vez que impulsa al silencio como protagonista, es un esfuerzo por demostrar la imposibilidad del silencio absoluto: alguien tose, las hojas de la partitura se pasan, suena un ruido indeterminado a lo lejos… Y con esta obra denuncia que de todos modos el silencio está poblado de sonidos.
Al menos, al acallarse los sonidos previstos y deliberados, se ha entreabierto por muy poco tiempo, por un instante quizás, un resquicio que enfrenta al sujeto con algo innombrable, con una ausencia densa que llega y que molesta. A algunos les deparará, incluso, momentos angustiosos, de inquietud, reacciones de ira.
Tal audiencia, entonces, no es impasible…
La experiencia seguramente es conmovedora en sí. *¿Qué sentimos ante el silencio? ¿Qué estruendo de lo real, en cambio, nos ha hecho padecer esta ausencia de los sonidos esperados?
Por eso el arte ofrecido en 4’33’’ no cierra su lazo si no incluye también los efectos (esos sí imprevisibles) que desencadena en el público que permanece en la sala hasta el final. Los aplausos, tan diversos, pueden ser los que traduzcan esa agitación tan íntima que este silencio acotado en un determinado espacio de tiempo, ha provocado en cada uno de los presentes.
Podrá así escucharse, después de esos largos cuatro minutos, cierta resonancia. Casi fugaz. Muy intransmisible.
Y… el resto es silencio**



*Inspirado en LF
**Hamlet, Shakespeare

lunes, 20 de abril de 2009

De verdad


La verdad, me ha inquietado. En primer lugar, tratando de perseguirle su rastro en los relatos de los pacientes: el sujeto acude a su analista, le cuenta sus historias personales, los recuerdos de su vida. ¿Es esto verdad en sí? ¿Importa?
Aquí habría que tener también en cuenta el esfuerzo denodado del sujeto con tal de desconocer ciertas verdades (la castración) y de ahí que reprima y niegue. Y no apartándonos totalmente de la clínica, el concepto de verdad irrumpe certeramente en el corazón mismo de la experiencia analítica; pues, el psicoanalista facilita allí una interpretación, y en virtud de esto en la cura se revelaría una “verdad” que el sujeto no sabía o no quería saber, una verdad que hasta entonces estaba “oculta”.
En segundo lugar, habiendo sido ampliamente abordada la verdad desde la filosofía, en su cualidad de adecuación con la realidad, y su verificación en ella, el psicoanálisis, al menos, ha evidenciado su veleidad y denunciado su dependencia de la subjetividad de cada quien. Quiero decir, que se ha dedicado, con buen impacto, a no hablar casi de otra cosa que no sea enarbolar la individualidad de las verdades, las que serían patrimonio de cada quien, y contingentes.
Otros siglos establecieron que la religión sería la destinada a atesorar para sí todo este poder de detentar la verdad, y de no compartirla. Se sabía bien entonces dónde ubicarla. Ahora, desplazándose, es la ciencia quien parece sostener toda la garantía de la verdad, y en casi todo.
Para Lacan, la verdad (no podía ser de otra manera) es un producto del lenguaje. Pero (y aquí se vislumbra lo verdadero) no pertenece al lenguaje, no puede nombrarse con los significantes, no es del mismo campo de las palabras, sino que está por fuera de él. Y esto es, y en tercer lugar, la proposición según la cual, como el significante no puede decir la verdad, no puede asirla, la verdad estaría relacionada más bien con los efectos del lenguaje.
Pues en cuanto a la verdad, ella de lo que trata es del goce, en la orilla misma con lo real, y designa a medias esta satisfacción. La verdad es hermana de este goce prohibido (Lacan) Y de este modo se separarían aquí el campo de la realidad (que puede nombrarse, ponerse en proposiciones lógicas de verdadero o falso) y el campo de la verdad, propiamente, que estaría en relación con el objeto, con algo no significantizable.
Sé que no termino de aprehenderla, que se me escurre, la verdad.
Finalizo con un juego, que no es mío pero que es muy exquisito y adoré recientemente, para intentar decir algo con respecto al lugar de la verdad en psicoanálisis: Ver….dad. Se ha visto, y se dará, en consecuencia, una verdad particular en el fantasma de cada quien.


*Foto de mi hermana L

martes, 14 de abril de 2009

Paciente


Viene, derrama sus palabras, soltándolas encadenadas una tras otra. Nunca ha llorado ni ha contado un sueño. Se encoge en el diván y gesticula muchísimo. Al despedirse me mira con una mirada somnolienta, como de aquél que emerge de un letargo adormecedor donde las palabras (¡cada una!) se han mordido, se han hundido al abismo, se han vuelto a aparear, han desaparecido en silencios, han sido pesadas. Como cada vez, me anuncia que cree que no vendrá a la próxima.

jueves, 9 de abril de 2009

De la seda a Sade


Me adentro en las perversiones, y comenzaré con el sadismo. Lo haré, al menos, antes de abordar el tema tan profundo y complejo del masoquismo. (En ese orden, también por causa de este chiste que todavía me hace mucha gracia: El masoquista le implora al sádico: Hazme daño, y el sádico le responde tranquilamente: No…)
Esta perversión, la sádica, le arrebató su nombre al marqués que le sirvió, con pluma y acto, más fielmente. Si uds no están muy de cerca vigilados por sus pruritos morales, pueden leerse, entre otras de sus libertinas obras, Justine o los infortunios de la virtud, y Filosofía en el tocador.
La perversión, como una estructura diferenciada de la neurosis y la psicosis, agita violentamente la pregunta por la relación entre el deseo y la ley. Mientras que el neurótico ante la castración ha decidido por el deseo, el perverso, confrontado igualmente a ella, decide por el goce. Para el perverso corresponde la “desmentida” al respecto: plantea simultáneamente el reconocimiento “Sí, hay castración”, y también “No, no hay castración”, poniéndose ahí a sí mismo, o bien interponiendo un objeto para borrarla.
Tanto el contenido como todo el escenario de la fantasía del sujeto neurótico se presenta aparentemente como perverso, ya que es ahí donde él recrea su fantasma prohibido y secreto de perversión. Pero, en cambio, un perverso se distingue por su sincero compromiso de llevarlo al acto, de actuar públicamente (por lo general es un público reducido) ese fantasma de goce.
Cuando Lacan se interesa por el Marqués de Sade, equipara su imperativo del goce con el imperativo categórico de Kant, y así formula la máxima que conviene entonces al fantasma sadiano: “tengo derecho a gozar de tu cuerpo, puede decirme quienquiera, y ese derecho lo ejerceré sin que ningún límite me detenga en el capricho de las exacciones que me venga en gana saciar en él”. El goce es para el perverso el Bien supremo, y a él habría que servirle, incondicionalmente.
Si bien creemos que los verdaderos perversos son sujetos sin límites, capaces de llevar hasta sus últimas consecuencias los actos más desatinados para alcanzar el goce, también hay que tener en cuenta que es otra ley la que el perverso anhela obedecer y por ello desafía a las ya establecidas. Esta ley, que es la ley de la obligación de gozar es de una exigencia implacable. Y ahí el sádico es el instrumento, él se propone como instrumento de una Voluntad de goce, para poder acceder a “un sujeto de puro placer”.
La ley perversa que impone gozar sin límites no conoce debilidades, miramientos, tabúes, piedad… para hacerse cumplir. (Nada más caro para aquél marqués que la seda de la inocencia de las jóvenes doncellas)
El perverso sádico exige el tormento de sus víctimas, de ellas extrae la angustia, y el horror de la división subjetiva queda así del lado de esas víctimas y no del suyo propio. Y este tormento le sirve para constatar en ellas la castración pero a la misma vez ignorarla, cuando va en busca de un más allá de los límites del dolor, ahí donde se cumple una voluntad inmarcesible de goce sin freno, que muchas veces acerca a estas víctimas casi a la muerte.
En otra ocasión vuelvo con el masoquismo.

sábado, 4 de abril de 2009

La interpretación del psicoanalista (I)


Lo que un psicoanalista ofrece en el análisis es una escucha, continuada y atenta. Y tal y como se espera de él a partir de esa escucha, en momentos muy puntuales del tratamiento, el analista hará una interpretación de los dichos del paciente.
La interpretación, casi como ningún otro elemento del análisis, denuncia el enorme poder y peso que tiene la palabra por sí misma. Constituye esa intervención privilegiada que hace el analista para tocar, a través de lo que se viene diciendo, la determinación inconsciente que hace repetir infinitamente siempre lo mismo en la vida del sujeto.
La palabra que prodiga ahí el analista trata de hacer un desciframiento, pero quedándose en un intermedio equívoco, entre lo afirmativo y lo negativo, en lo alusivo, quizás lo oracular, para que quede un poco inasible su propio sentido (que el sujeto se pregunte el enigma ¿qué habrá querido decirme mi analista?) Se trata, intencionalmente, de no otorgar más sentido, sino de poder alcanzar algún sinsentido.
Es así como la maniobra del analista intenta despojar a las palabras de toda la hojarasca de sentidos y dejarla en el hueso desnudo de casi un absurdo, de algo que ya no remita a más sentidos trillados. Para lograr esto, para cercar ese hueso, se utiliza, además de las tácticas interpretativas mencionadas, la citación de las propias palabras del paciente. Pues con la cita de los dichos, una homofonía podría hacer resonar entonces el eco de nuevos pasillos que transitar, y también pudieran hacerse surgir así nuevos anudamientos entre las sílabas de las palabras escuchadas. O bien, en su sencillez, consiste en repetir literalmente una frase determinada del discurso, que ya al ser aislada y ponderada por el analista cobrará otros brillos y otros significados.
La temporalidad es decisiva con respecto a la interpretación, pues no es algo que el analista prepare desde antes de la llegada de su paciente o que pueda dejar para otra ocasión. Es algo que se da en ese instante preciso del discurso que aquél viene contando… de no hacerlo ahí, se pierde para siempre la oportunidad de haber intervenido y haber modificado el curso de las repeticiones inconscientes del sujeto.
Ahora bien, ¿cómo verificar que la intervención que ha hecho el analista tiene carácter de interpretación? No es el asentimiento del paciente lo que nos hablará de la eficacia o no de esos momentos esporádicos en los que el analista interrumpe, con su palabra o su acto, e ilumina algo que estaba oculto hasta el presente.
Una interpretación se hace apoyándose (sin otro remedio) en la transferencia que se ha establecido ya en el tratamiento. Y esto es forzosamente así porque el sujeto sólo recibirá tales palabras como viniendo de la persona que él se cree que es el analista según la transferencia.
Pero la interpretación se mide por sus efectos; es decir, cuando a partir de ella “algo” del goce, o de la satisfacción pulsional se haya modificado. Una interpretación producirá un antes y un después, y será decisiva en el trascurso de una cura psicoanalítica.

martes, 31 de marzo de 2009

Conducirse

(Un poco de ligereza no viene mal)
Yo aprendí muy tarde a manejar en mi vida. ¿Carros? No, me dije que esos jamás aprendería a dominarlos. Ya bastante tenía con mis torpezas al caminar (tropezaba, me distraía, todavía hoy me golpeo accidentalmente contra el marco de las puertas de mi casa) como para también hacer víctima a una pobre máquina esmaltada y a los demás.
Y así vivía, en el disfrute de dejarme conducir por otros, sentada a la derecha, con criterio sobre todas las maniobras del chofer, con miedo a la velocidad y a los perritos indefensos en las avenidas.
Hasta que tuve que aprender a llevarme a mí misma de un lado a otro, y ocuparme de un carro (no en pocas ocasiones me asombré muchísimo de la lucecita indicándome que le faltaba gasolina, o que, una vez en la gasolinera, el empleado me preguntara si le revisaba el aceite). Inexplicable.
Cuando conseguí manejar la primera vez, me gustó mucho haber podido conquistar una nueva forma de moverse en el mundo, con nuevas reglas, con otras potencialidades. Ya me conducía diferente.
Pero muy lejos de aquello que más se estima en el diván (el malentendido), aquí las apariciones imprevistas de tonterías, fallos, el acto irreflexivo, son muy mal recibidos, peligrosos. Y absurdo ir a buscarlos en estos trajines. El inconsciente mientras, bueno… escuchando la música.
Y cuando manejo, casi invariablemente, se me quitan los restos de tristeza que aún hoy los días puedan traerme. Es por causa de una sensación que me envuelve, de dominio de esa mole, de miedo, de alerta continua, de rodar por unas calles alineadas y señalizadas, muchas veces a merced de la destreza o no del carro de adelante…
Y yo que creía que sólo las canciones de los Beatles tenían en mí ese poder de ahuyentarme la tristeza de los ojos.
Así es entonces de incomparable el bienestar exquisito (¡y leve, lo sé!) que siento si estoy conduciendo y de repente…

domingo, 29 de marzo de 2009

Carmen, de amor y de muerte



La ópera Carmen, de Bizet, es mi preferida. Pienso que ha conquistado a muchos, entre otras cosas, por enaltecer un prototipo de la mujer seductora, provocativa… fatal. Una vez que se haya conocido Carmen, al menos su encantadora música, a cada rato, seguirá encendiéndonos.
En esta historia se abrazan, en ademán bellísimo, los fuegos del amor y la fatalidad de una muerte ya presagiada en las cartas. Porque los gitanos conocen de lectura de fantasías inconscientes, de destinos precipitados, de secretos, sensualidad y tentaciones. Carmen sabe, pues, de la vehemencia y de su seducción para provocar a los hombres hasta hacerles enloquecer.
Y como si ella pudiera asomarse en la mente de sus hombres, les va afiebrando con un deseo infinito y desquiciado. Los sojuzga a sus pies. Ella cautiva porque puede esclarecer para ellos algún enigma sobre el amor. La pasión que brota entonces en los hombres calza como respuesta al vacío de la relación entre los sexos. Un misterio se desvanece.
¿Acaso no es ese ímpetu el que nos lleva a amar desesperadamente a alguien: que advierta en nosotros algo escondido, secreto e inexplicable para nosotros mismos, que nos hable directamente al inconsciente?
En cambio Carmen nos esculpe en su canto la furia de su propia lógica del amor " Si tu ne m'aimes pas, je t'aime; si je t'aime, prends garde a toi" (si no me quieres, te quiero; si te quiero, ¡ten cuidado!)
He ahí lo más intimidante del deseo que ella provoca: sabe que puede llevar al otro a su perdición. Queda avisado. Es un deseo irrefrenable al que se anuda esta mujer, pudiéndose deslizar sin riendas de un hombre a otro, de un cuerpo a otro, sin ataduras, pero por ese mismo efecto, salvaguardando a toda costa el ideal de un amor verdaderamente libre. La inatrapable Carmen.
Ella ha elegido para sí y se ha identificado a un ideal de amor, que sería como un pájaro rebelde que nadie puede atrapar. Es un semblante al que se adhiere a muerte, pues está dispuesta a llegar a morir para sostenerlo.
Don José enamorado, ya enceguecido por la seducción de la bella gitana, ha cometido toda una serie de transgresiones por su amor: ha desobedecido órdenes, ha desertado… y viene decidido a matarla por su traición de amar a otro.
Pero Carmen da un paso determinado hacia la muerte, y quiere provocar aún más, esta vez a su verdugo: le arroja el anillo, le dice desafiante que no le ama más y le repite que ama a otro. Aquí cuando ella se refiere a sí misma en tercera persona: Carmen nació libre y libre morirá, se nos revela la defensa increíble de su identificación con ese semblante del amor libre e inapresable, ese abrazo mortal que era su destino ya augurado.
Por último, ir al encuentro de tal ineludible azar implicó también que la castración quedara del lado del otro (Don José). Él ha sido forzado hasta el límite, ha perdido el dominio de sí ante esta mujer. Él ha sido tentado y abatido…

jueves, 26 de marzo de 2009

Miedos y angustia, todavía


A Xenitis, con reciprocidad y agradecimiento.

Retomo el tema inacabado de la angustia, esta vez tratando de cercarla en su distinción del concepto de miedo. (Con miedo a no terminar de dominarlo, claro está)
Si bien en ambos casos, en el miedo y en la angustia, está implicado un peligro, la diferencia esencial está marcada por el tipo de objeto que en cada uno de ellos está en juego. Pues, no siguiendo a Freud en cuanto a que la angustia fuera “sin objeto”, Lacan va a demostrar teóricamente de qué objeto se trata en una experiencia de angustia.
En cuanto al miedo, el peligro está ahí, es externo y objetivo, y es una presencia nombrable. Estamos frente a algo peligroso, y lógicamente la más inmediata evaluación indica que hay que tratar de salvarse (emprendemos la huída, nos paralizamos, gritamos, o cualquier otra reacción consecuente).
El fenómeno de la angustia surge también ante algo (angst vor etwas) pero, y esta es su particularidad, su función misma es la de señalar que ha aparecido algo que amenaza al sujeto en lo más íntimo de su ser, y que esto viene de lo real, es decir, que tiene que ver con aquello que no puede ponerse en palabras, que no puede representarse.
Entonces, por una parte, la angustia es un miedo que no puede ubicarse en un objeto exterior.
Lacan cita en su Seminario X un breve cuento de A. Chéjov, Los Miedos. En este relato hay tres pasajes de la propia vida de Chéjov donde él sintió un miedo espantoso. Pudiera parecer una vana precisión lingüística, algo que pudiera perderse entre traducciones, pero aquí se trata de miedos, y no de experiencias de angustia. Lo que Chéjov teme, en las tres anécdotas, es a algo inexplicable, desconocido, pero que asusta porque aún no se ha dado con su solución. El terror aquí padecido está orientado frente a un objeto inquietante en cada caso: una lucecita misteriosa de un campanario, un vagón solitario corriendo por los rieles junto a él, y en el tercero, la aparición enigmática de un perro de raza “fuera de lugar”. Es el pavor ante lo que no se sabe, ante algo desconocido dentro del terreno familiar.
En cuanto a la angustia, el sujeto tampoco sabe nada, no sabe decir bien qué le está sucediendo o por qué está angustiado. Pero este “no saber” entraña la certeza de que eso que nos aterroriza nos concierne íntimamente. Aquí el miedo que sobrecoge no está enmarcado en algún conocimiento que se tenga o que vendrá, sino que está desprovisto de todas las referencias simbólicas que hasta ahora sostenían al sujeto. Uno se ha adentrado en “lo siniestro”, sintiendo angustia frente a lo que no se sabe y que no tiene representación, pero que tiene que ver con el sujeto. Es una irrupción brusca que revela la pérdida del pie de apoyo, sintiendo al mundo como insondable. Y como si, por ese mismo sesgo, pudiéramos atisbar algo de nuestro propio lugar en el mundo. Algo acerca del objeto que somos.

*Lagartos, algo que me da realmente miedo. Foto de mi hermana L.

viernes, 20 de marzo de 2009

La Angustia, presencia de un vacío


Tengo el Seminario 10 de J.Lacan, La angustia, que compré un hermoso sábado en la exquisita librería Gandhi. La angustia ha sido una temática que pospongo (y no post pongo). Debe ser porque todavía sigue haciéndome muchas interrogantes, como un tema incómodo, que me pone en guardia.
Desde Freud, parece de una sencillez impecable: si hay percepción de un peligro, de un daño esperado, entonces aparece la angustia y el reflejo de fuga. Pero, la angustia que nos ocupa es la que asalta al sujeto justamente cuando no existe un peligro aparente, y es vivida por él con tanto sufrimiento, que puede empujarle a pedir ayuda a un analista.
Es pues, una angustia que se enciende no ante una amenaza exterior, sino ante una exigencia interior. Y Freud lo destacaba así: esta exigencia es libidinal, es la alarma ante una insistencia de la pulsión que no ha podido ser tramitada… encauzada. Es el malestar insoportable de la angustia lo que fuerza al Yo a salir despavorido e intentar hacer algo con eso. Metaforizarla, ya veremos.
Para Lacan, la angustia es un afecto que no engaña. La angustia emerge cuando un sujeto ha sido confrontado con lo real, con algo que no puede dialectizarse (tramitarse) por la palabra, por los significantes.
Con la teoría lacaniana la angustia es con objeto, recortándose así de todas las corrientes anteriores de pensamiento que aludían a la angustia como un temor impreciso y sin objeto o causa aparente.
Pero, ¿de qué objeto se trata en la angustia? Se siente angustia cuando el sujeto se encuentra ante la presencia de algo que en sí mismo es una ausencia, que es el objeto primordial perdido, das Ding, la Cosa (después devenido teóricamente objeto a). Y ahí ningún soporte fantasmático, ninguna articulación significante le sirven para protegerse de tal desamparo ante el objeto que le presentifica su propia castración… y siente Angst.
Es un sentimiento que no engaña porque está mostrando en sí mismo la verdadera dirección del deseo, ese: ¿Qué quiere el Otro de mí? No saber lo que el Otro quiere de mí angustia bastante.
Ahora bien, ¿qué hacer con la angustia? Para poder arreglárselas con la angustia, el sujeto busca la creación de algo que, como metáfora, le sirva de sostén, le sirva para poder darle cauce a nivel simbólico, dotar de sentido a ese vacío intrínseco. Puede fabricar una fobia, concentrar en un objeto fóbico (por ejemplo, el temor a los reptiles) y esta construcción, aunque padecida lastimosamente, es ya un intento de traducir ese real en términos significantes.
Y por lo general, se fabrican síntomas, verdaderas condensaciones metafóricas que portarán un sentido menos doloroso que lo impreciso e insondable de la angustia de castración…
El psicoanalista no se apresura en acallar la angustia, o quitarla a toda costa, esto podría ser un fin terapéutico. La labor del analista irá siempre en la vía del deseo, y aquí la angustia es una valiosa guía. Por eso, cuando se interpreta en una sesión de análisis apuntando al deseo, de alguna manera se le da consistencia al síntoma, ese hijo sufrido de la angustia. Esto aliviará, esto aligerará la angustia.
Seguiré con la angustia otra vez, pues ella es justo lo que hace despertar al sujeto de su falsa beatitud… y a mí de creerme que ya la entendí del todo.


*El grito, E. Munch (1893)

domingo, 15 de marzo de 2009

Sobre el cuerpo


Estoy muy enredada con el cuerpo. Toda la conceptualización de Lacan alrededor del cuerpo, el estatuto de los objetos parciales de la pulsión, las zonas erógenas, todo ello se me complica a nivel teórico.
Como si el cuerpo mismo no fuera tan fácil de atrapar. Como si el cuerpo no fuera tan cercano y tangible como cuando se nos presenta, con intensidad, en su dolor o en su orgasmo.
Ahí está el cuerpo, atravesado por las trampas del deseo, por alguna angustia procusteana de no adentrarse del todo en el modelo delineado por la época, aguijoneándonos lo apacible de un momento o bien, contrariándonos inerte cuando queremos su ánimo.
El cuerpo existe porque ha sido “significantizado”, es decir, porque ha sido mordido por la palabra. Es esta una bella expresión, pero no sin violencia: La letra se hundió en la carne, para hacerla existir.
Si lo desmenuzo, lo entiendo mejor. (Al cuerpo no, a su concepto) Nacemos con un organismo que sólo devendrá cuerpo a través de su subjetivación, de la palabra puesta sobre él para poder asumirlo y delimitarlo. El cuerpo vendría a ser como un regalo que nos ha sido dado por, y con, el lenguaje.
Y también sucede que se habla del sujeto antes de que nazca, y se sigue hablando de él después de su muerte, es decir, el sujeto trasciende la temporalidad de su propio cuerpo. Pensemos en las inscripciones significantes de las tumbas, en la memoria que perdura de aquel ya ido…
Esta incidencia del significante sobre el cuerpo va a “dibujar” los límites del cuerpo como zonas erógenas, es decir, esas pequeñas aberturas (boca, ano, ojo, oído) que, siendo los bordes, permiten establecer una relación determinada con los objetos parciales de la pulsión (oral, anal, escópica, invocante, respectivamente)
Otra manera de adentrarnos en él, es escuchándole sus síntomas. El cuerpo “habla” a través, y fundamentalmente, de sus síntomas. Y no habría que ir tan lejos como en el caso del fenómeno psicosomático, para escuchar el alarido atrapado ahí en el órgano. En la clínica se nos presenta por lo general un cuerpo que atormenta al neurótico con su parloteo sintomático. Pues estos síntomas de ahora reviven los acontecimientos (de palabra) que dejaron sus huellas en el cuerpo…
El cuerpo, en suma, existe ofreciéndose en vida a la posibilidad del goce (esto es, para que la pulsión se satisfaga), o más lacanianamente dicho: el cuerpo viviente es la condición de goce.
Pero, y aquí me detengo, mi cuerpo sólo tiene noticia de estas tribulaciones cuando me grita cambiar mi posición inclinada ante el teclado, y cuando se sonríe pensando que es él lo único que no puedo incluir jamás en estos escritos, en este blog. Se queda afuera.

domingo, 8 de marzo de 2009

Freud para estudiantes y peatones


En esta semana debo hablar sobre psicoanálisis en una universidad que gentilmente me invita otra vez. El tema que elijo es el de la formación del analista, y me doy cuenta que quizás sea uno de los temas que menos conviene a la ortodoxia del discurso académico, universitario.
Un analista no se produce tras pasar largas horas y emocionantes exámenes en las aulas. Ni se lanza a conducir el tratamiento de otros en cuanto obtiene un título que le expide alguna entidad docente. Un analista es, en esencia, alguien que ha recorrido larga, y efectivamente, su propio análisis personal, y quien también ha podido acceder a una enseñanza teórica a partir de la bibliografía, sigue una supervisión de su clínica, y confronta la experiencia de otros analistas.
Lacan establecía cuatro “discursos”, entendidos como cuatro formas de lazo social posible: el discurso del amo, el de la histérica, el universitario y el discurso del analista.
El discurso universitario privilegia al saber, y consiste en una transmisión del saber adquirido y detentado por los amos-maestros. Este saber que se brinda, es un saber inerte, reposado, pues se le ha tratado de despojar de toda subjetividad, para que devenga universal y válido para todos.
En los recintos de la universidad se acoge al saber, se le ordena y se le dispensa, protegiéndole a la vez de otros nuevos saberes, hasta tanto éstos no sean debidamente legitimados. No queda velado aquí el intento de vasallaje al utilizar el saber mismo con un propósito de dominio sobre el otro. Puede decirse que el discurso de la universidad es un claro ejemplo de la hegemonía del saber en nuestros días (y la ciencia, su más excelso paradigma)
Lo interesante es que, para el psicoanálisis, en cambio, aparece promovido a un primer plano un saber “que no se sabe”, que se desconecta del conocimiento y de la redondez de lo bien comprendido. Cuando se aborda el inconsciente (que es de lo que se ocupa casi exclusivamente el psicoanálisis) se trata de un saber que no tiene conocimiento de sí. (Que no sabe que sabe)
Y más bien ocurre que durante las sesiones se invita al sujeto a separarse de aquel ideal de tener que conocer a cabalidad todo lo que él mismo está diciendo.
No pretenderé dentro de unos días conjugar ambos discursos, el analítico y el universitario. No estaré allí ante los estudiantes ocupando el lugar de analista. Pero será mi mayor esfuerzo el de hacerles llegar que la formación de un analista está marcada justamente por un encuentro fortuito con la falla, con el tropiezo, en el propio soporte del saber. Y que la angustia de ese vacío en el hasta entonces compacto cúmulo de saber, esa inesperada “división subjetiva”, puede llevar a algunos a precipitarse hacia el psicoanálisis, es decir, hacia el mundo que rescata tal falla.
…Para colmos, viajo ayer a una pequeña ciudad y en la noche, mientras camino por sus calles, me quedo parada, sonriente, ante este letrero de hotel: Posada Freud.*
Algo en esto me dice que está bien eso de desacralizar un poco a la más dura teoría, y me conmina a aligerar cierta pose de saber para tratar de transmitir algo. No se me ocurren otras combinaciones entre mi conferencia y ese encuentro (con “Freud”) mientras caminaba…

*Hotel situado en la bonita y peatonal 5ta Avenida de Playa del Carmen, Caribe mexicano.

martes, 3 de marzo de 2009

De cómo a veces es preferible no responder nada







-Quiero que me lleves a Marte.
-¿a amarme?-respondió ella sin poder contenerse.

viernes, 27 de febrero de 2009

De semblantes


Mi propia abuela, una bonita catalana que murió de cien años, toda su vida endiosó el enorme poder que tenía el semblante, el “como si”. Y le dio buen resultado: muchos años antes de morir y habiendo perdido casi por completo el raciocinio, tejía complicados artilugios en las reuniones sociales, utilizaba expresiones corteses, huecas pero coloridas, deslizaba una pregunta infalible allí, apelaba a parcelas comunes y convenidas en cualquier relación humana, en fin, que así impresionaba mucho a los desconocidos, que jamás hubieran creído que hacía rato ella ni tenía ya la menor idea de quién era ella misma. Poseía todo un mecanismo vacío, bien instalado, que funcionaba casi solo, casi automático, y donde el sujeto mismo estaba escurrido de la ecuación. El semblante, ahí, lo era todo.
No me enfoco en escenas más manidas en las que el semblante cubre ciertas conveniencias sociales y de rigor elemental. Pero sabemos también que la sociedad edifica los modelos que, como referentes, nos servirán siempre para orientarnos socialmente. Qué es ser hombre, ser mujer, tal conducta provocativa, lo buena que quiero mostrarme, cómo parecer invulnerable, en fin, todo el ilusorio universo de los semblantes.
Y el semblante nos conduce a lo engañoso que es siempre el mundo del significante, de la imagen y la palabra que han tratado de ponerse allí en lugar de lo inefable, de lo incómodo, de lo real. Es una ficción que da sentido a eso que no lo tiene.
Pero el semblante es una categoría psicoanalítica cuya relevancia puede abrirse en dos dimensiones, ya sea viéndose desde el lugar que ocupa el analista en la cura, o bien ya sea cuando se apunta durante el trabajo de análisis a la caída paulatina de esas máscaras con las que el sujeto se presenta. Digamos que el acto analítico intenta desgarrar tales velos para que advenga, nítida, esa propia relación que guarda el sujeto con su máscara, con su Yo. Quizás, una vez franqueados los semblantes, pudiera accederse a algo verdadero…
De este otro lado, en la dirección de una cura psicoanalítica, el semblante cobra un poder inigualable, porque (y aquí no tengo que sentir falsas vergüenzas) el engaño tiene un estatuto central en la postura del analista. Él hará semblante para éste paciente en particular, se ofrecerá a sí mismo para relanzar continuamente el diálogo del sujeto con su inconsciente, adoptará tal actitud, se reirá (o bostezará) en determinados momentos del discurso que trae el sujeto, será enérgico o pelele calculadamente… en suma, el analista se vaciará de sí para sostener un semblante consecuente con la subjetividad de su paciente. De esto, fundamentalmente, se ha tratado toda su formación como analista.
Ciertamente, somos presas de los semblantes, pues no hay otro modo que vivir en ellos.
Entonces, cuando un análisis ha avanzado bastante en el camino de tal decadencia y caída de casi todos los semblantes, ¿qué queda, al final, habiéndolos podido así reducir al mínimo?
Parecer ser, pues, que al futuro analista le queda la posibilidad de saber utilizar esos semblantes, de consentir intencionalmente a creer en ellos, y portar la máscara. Pero ya está advertido… son sólo eso: nada más que semblantes.

viernes, 20 de febrero de 2009

Las puertas de Sylvie


La madre, no sabiendo bien cuándo quedó embarazada, se consolaba con la sentencia médica sobre el incierto fin de ese estado, que ya le deformaba su cuerpo.
No obstante, nació. Y la espera había servido también para condenarla, con el nombre escogido: Sylvie (s’il vit), si vive. Era una niña menuda, y muy pronto levantó sospechas acerca de una posible sordera, y por supuesto, de retrasada mental. Autismo, autismo, qué nombre tan raro ese.
Pero yo oía perfectamente, a todos, sin poder remediarlo. Hay que cerrar las puertas, ¡que no quede una abierta! Cerrar, cerrar.
Como cada mañana desde que me trajeron a vivir aquí, entró Ella. La reconozco sin que aún haya entrado en la habitación. Puedo sentir su perfume que se acerca, es una mezcla suave de vainilla y musgo. Siempre llega silenciosamente, cerrando conmigo todas las puertas que vemos abiertas. Se sienta, lee o dibuja y puede dirigirse a mí también haciendo gestos con sus manos. Ella es como una puerta cerrada, alivia.
No es difícil de comprender, cualquier hendija, con su filo de luz, me destroza. Hay que cerrar puertas, gavetas, armarios, ventanillas… no debe existir nada abierto.
Todo lo que pueda abrirse y cerrarse tiene que permanecer cerrado. Una puerta cerrada sirve para que nadie (ni nada) entre o salga. Las puertas abanican la posibilidad de que existan dos lugares: adentro, afuera…
Pero sobre todo, escucha lo que digo, si la cierro, tal abertura no me llama hacia el infinito… hace que yo misma no me desborde sin contención alguna. Clack.
Y ahí está todo mi consuelo, que exista al menos una puerta que yo pueda cerrar.



*Las puertas del Infierno, Auguste Rodin