martes, 23 de diciembre de 2008

Frases y familia, es casi Navidad


La gente habla, parlotea, muchas veces haciendo uso de frases hechas, apresuradas y establecidas, en un intento de facilitar la comunicación. No nos detenemos mucho en la profundidad o la resonancia que tengan cada una de estas frases, utilizadas para la ocasión, en nuestra vida diaria.
Por lo general funcionan, se admiten y se comprenden. Salvo que… quien hable esté en análisis dirigiéndose a un analista. En ese caso puede ser triturada hasta la saciedad cuanta fórmula haya escogido el hablante para transmitir una idea. También porque de las múltiples maneras que el sujeto pudo haber elegido para hablar, escogió una determinada, desechando las otras.
Pero… es casi Navidad, y, aunque parezca extraña, esta es una manera alegre con la que quiero homenajear el encuentro con mi familia. Muchas de estas frases, que deben tener su nombre seriamente ridículo en gramática española, se las he escuchado a algunas tías en la familia, en conversaciones cotidianas o en veladas y fiestas cuando nos reunimos, y creo que podrían servir de ejemplo.
Tengo tías que hablan muchísimo y de esta graciosa manera, como tantos de nuestros coterráneos, sin jamás realmente atender a un sentido más oculto que pudiera deslizarse, juguetón, entre las palabras dichas. Vean algunas de las frases más graciosas que les he escuchado, sonriéndome, y que inexplicablemente incluyen una auto referencia constante a quien mismo habla:

El niño no me quiere comer.

Mira, yo no te como ni habichuelas, ni zanahorias.

No te me pongas bravito.

Quítamele los ojos de encima a ese pan, que es mío.

No te me hagas el loco.

(Y la más increíble de todas…) Al niño me le quiere entrar catarro.

Si alguna de mis tías cayera tumbada en un diván de un analista, estoy segura de que le costaría mucho tomarse por seria una terapia en la que el analista, en un momento dado, le preguntara lentamente mientras le escucha: ¿Me?


*Frédéric Bazille (1841-1870) Reunión de familia

viernes, 19 de diciembre de 2008

Umbrales de un análisis. De la queja al síntoma.


La primera vez que entré a la consulta de un analista estaba muy asustada. Iba a mi cita y no tenía aún bien definido un malestar en la vida, a pesar de estar viviendo en La Habana de finales de los noventa, de sufrir, como cualquiera, decepciones amorosas, y de encontrarme en la encrucijada típica de la edad de qué rumbo imponerle a mi vida. Pero quería ser analista.
Recuerdo la figura de este analista, muy alto, que miraba descortésmente por la ventana mientras yo avanzaba temblorosa. ¿De dónde provenía mi miedo? ¿Qué me hacía balbucear allí esa queja tan mal atada, tan imprecisa? Yo intuía que me adentraba, a partir de aquélla mañana, en una aventura riesgosa, que me dirigiría sin remedio ya, una vez allí sentada, por el camino de no querer seguir ignorando más las causas en mi existencia.
En el transcurso de las entrevistas preliminares, partiendo de la demanda que se le dirige a un analista, se despliega entonces la reformulación de la queja del paciente. Esto es, mediante la maniobra de la rectificación subjetiva, se trata de implicar al sujeto en aquello de lo que se queja. Es la famosa frase freudiana de: “¿Qué tiene que ver Ud. en todo esto de lo que se queja?”
Aquí se apunta al hecho de que su deseo más íntimo está entrelazado en su padecimiento actual, o dicho de otra manera: que este padecimiento del que ahora se queja adjudicándoselo al más injusto azar, ha sido propiciado también por el sucesivo y acertado ritmo de sus propias elecciones en la vida.
Un análisis se inicia, pues, introduciendo a nuestro paciente en los vericuetos del inconsciente, mostrándole la vía del malentendido, del recuerdo de los sueños, aquélla en la que los lapsus no son cualquier tropiezo del habla, y que, en definitiva, está marcada por la creencia en que su síntoma tiene un sentido a descifrar.
En estas primeras sesiones, como consecuencia de la escucha, aparece sorpresivamente un alivio de los síntomas que traía el paciente. De pronto, nos comunica que ya puede dormir mejor, que la angustia ha cedido un poco, que ha recobrado una inusitada confianza en la vida. Es una primera distensión del sufrimiento, un efecto terapéutico común dado por la escucha, y no es nada deleznable, pero que el analista invita a traspasarlo.
No todos los pacientes querrán (ni deberían) avanzar más allá de este primer orden de cosas en el que el síntoma mismo, por el que se venía a ver a un analista, ha perdido gran parte de su carga dolorosa. Es una decisión ética del sujeto si quiere continuar para atisbar el origen o causa. Ese recorrido hasta su fin consiste en que él admite hacer un análisis para modificar la propia y oxidada relación que mantiene desde siempre con su síntoma…
Parece ser que la puerta de entrada de un análisis y la puerta de salida o final de análisis, se pueden abrir con la misma llave. De ahí pudiera derivarse que después se quiera conducir a otros por el laberinto que une a ambas puertas.

*Diván

miércoles, 10 de diciembre de 2008

Encarar el autismo


La experiencia es única: estar delante de un niño autista. Muchas veces, silencio absoluto; otras, nos estremecen sus alaridos increíbles y, siempre, nos asombran los rítmicos rituales que siguen sin equivocar jamás la secuencia.
Son seres que se han defendido como mejor han podido ante la presencia (para ellos invasiva) de la voz y de la mirada del otro, siendo a veces la defensa misma presentarse como sordos o evitar mirar a los ojos de su interlocutor.
Hace algunos años estuve por primera vez haciendo una pasantía en una institución europea para niños psicóticos y autistas, regida por la orientación psicoanalítica. Para mí significaba confrontar también por primera vez el frío y la nieve, hablar todo el tiempo en otro idioma, pero fundamentalmente descubrir con desgarramiento la soledad y el sufrimiento de estos niños.
Los autistas, llamados por cierta ideología social como “inadaptados” o “inadecuados a la sociedad”, con su mera presencia (cada vez más mayoritaria, entre otras cosas debido a diagnósticos más afinados) son todo un desafío a las prácticas pedagógicas y psicológicas para poder hacerles sostenible su existencia entre nosotros.
Recuerdo a J., un pequeño autista de 5 años con el que solía hacer el largo trayecto de un recinto al otro de esa inmensa institución, me daba la mano, pero ninguna palabra. En medio de ese frío intenso, caminaba acompasándose a mi paso, y yo incluso, como si fuera sola, le cantaba boleros y canciones típicas cubanas. Jamás sonreía, jamás se esforzó en algún semblante de complacencia con el canto, o de disgusto. Yo para él era sólo algo indefinido, algo poco recortable del mismo paisaje por el que andábamos, que le surgía al final de su propia mano.
El autista, aún cuando no nos hable, es un sujeto “hablado por el Otro”, por el Otro del lenguaje que va poniendo ahí palabras e interpretaciones a sus débiles actos. ¿Cómo hacer para que pueda hablar por sí mismo, tomar a su cargo el pronombre Yo y expresar lo que piensa y quiere?
Se ha señalado con prejuicio que el psicoanálisis, lejos de adjudicarle una causa genética (y por ende, de cura imposible) al autismo, culpabiliza a los padres de este padecimiento. Es lamentable entender así toda la aproximación que propone la orientación psicoanalítica con el niño autista.
Tratar de aprender su propia lengua, ya que él rechazó aprender la común y compartida por nosotros, es un reto muy ambicioso pero encarable: una mínima palabra o gesto que consigamos insertar allí para ellos, y que adquieran su valor de significante, podría ser todo un logro en la pausada terapia con estos niños. O bien, la propuesta de una institución, en la que el diario ejercicio de rutinas de aseo, comidas, juegos, propicie una maravillosa oportunidad para estos niños de musitar una tímida demanda al otro.
Es difícil, muy difícil el autismo en general. Pero hay padres que deciden no quedarse resignados, y no se detienen ante el diagnóstico. También hay progresos encomiables en la vida de estos niños, fundamentalmente cuando se respeta su propia invención ante la arrasadora presencia intrusiva del Otro.

sábado, 6 de diciembre de 2008

La Malagueña Salerosa

C. se ha decidido y ha abierto un blog sobre una de sus pasiones, la canción Malagueña Salerosa. He aquí lo que le ofrecí como colaboración:

“Luego de la sacudida inicial de una música que invita, que invita ella misma a la vehemencia, uno se queda con el rastro de una pasión que lo contagia todo. ¿Por qué la breve letra de esta canción ha animado a tantos durante décadas, durante fiestas con tequila, durante eventos, serenatas, concursos, amores…? ¿De dónde viene esta atracción que nos subyuga a ella?
Él, aparentemente sumiso, a los pies de la ponderadísima belleza de la “hechicera”, sin más, le ofrece su corazón… Todo es entusiasmo y optimismo: él sólo puede ofrecerle su amor. Pero, ¿no se deja entrever también cierta arrogancia del cantor? Mientras pretende arrodillarse, a la par le dice que Ella sí quiere mirarle pero que se inhibe. Es uno de los pases mágicos del cortejo masculino, cuando rápidamente en escena vuelve a encandilarse sólo la figura del cantor amante: toda la alabanza se vierte entonces hacia su propia condición de pobreza… Aquí el ensalzamiento del amante-cantor nos conmina a identificarnos con él, pues su amor brilla más intenso, más fulgurante así, desnudo, no siendo nada más que amor… Que es muchísimo.”


A mí esta versión que hizo Chingón como banda sonora de la película Kill Bill, me encantó. (La película también, mucho) Me da la sensación de estar en medio del desierto fronterizo, ahí, jugándome la vida…

miércoles, 3 de diciembre de 2008

El poder del mago trascendido


En los comienzos del psicoanálisis, cuando Freud descubría y ejercía su novedoso método, hacía magia. Le hablaba directamente a los síntomas, les sacudía, los llamaba por su nombre, les revelaba que ellos eran una pantalla tejida sobre el horror de la sexualidad. Y los síntomas obedecían, se desvanecían una vez atrapados en su propio juego. Como un mago, o un buen exorcista. Hasta que él mismo encontró la roca, el tope de su intención de curar.
Las histéricas de finales del XIX, aquéllas que portaban como estandarte aparatosas conversiones, se curaban. Descrito está aquel ejemplo emblemático, en el que una paciente histérica, habiendo perdido la capacidad motora de caminar, volvía a andar gracias a la interpretación freudiana de su frase No puedo dar un paso más en mi vida.
Era el infinito poder de la palabra. También se debía a que alguien, Freud, comenzaba a escuchar un padecimiento que había sido rechazado por el discurso médico. Los doctores de la época tildaban a la histérica de simuladora (sus síntomas en el cuerpo no seguían la lógica, por ejemplo, de los cauces nerviosos del sistema neurológico, sino los suyos propios, los de la psiquis anclándose arbitrariamente en el cuerpo).
Recordemos que para la Medicina, como ocurre casi en cualquier ciencia, la causa de los síntomas es más bien concreta, al menos verificable: una elevación de los niveles normales de las sustancias químicas en el cuerpo, una lesión física al órgano, un germen, etc. Pero el psicoanálisis centró las causas como subjetivas, pasadas, poco asibles, inconscientes… Y pudo escuchar al síntoma hecho con la pasta de palabra, de significante, de vivencias infantiles, de algo muy intensamente personal, no repetible.
Actualmente, ni la histeria, ni los síntomas en sentido general, son los mismos que cuando se inventaba el psicoanálisis. La subjetividad muta, con las nuevas formas de cultura, y con la pausada habituación al discurso médico, psicológico, psicoanalítico. El inconsciente se acostumbra, y ya a las viejas manifestaciones sintomáticas le han crecido muchos callos como para desvanecerse con interpretaciones manidas.
Y el psicoanálisis, ciertamente, ya no es el mismo. ¿Nuevas formas de liarse la palabra en los síntomas? Nuevas formas de intervenir con la palabra (y el acto) sobre los síntomas.
Por eso Freud, el mago (pero el del saber, el de la humilde fidelidad a la investigación) deshizo de un ágil ademán también la ilusión de que el inconsciente pudiera ser interpretado con un código universal o un libro de interpretaciones. Y ha hecho trascender el rechazo, por impropio e inútil, del analista soberbio, del que se toma a sí mismo como un gurú de la curación.


*El mago impostor o un simple disfraz

martes, 25 de noviembre de 2008

Mundo Maya. Xcaret


He visitado un pedazo de paraíso en plena tierra maya. (Ya sé que esto no tiene que ver con el psicoanálisis. Aunque, pensándolo mejor, cualquiera ahora podría decir con justeza que según el mismo psicoanálisis, no habrá nada que no pueda enlazarse con alguna causa más oculta!)
Me gustan los mayas. Aún conozco muy poco de su cultura, y ando con esa pincelada del prejuicio que me hace encontrarles todavía como un pueblo serio, muy inteligente, despiadado. Las ruinas de ese gran imperio se distribuyen por todo el sudeste mexicano, y Chichén-Itzá, ciudad de dioses, es extraordinariamente impresionante, así como Tulum, con sus pirámides casi en la orilla misma del mar.
Pero… esta vez vengo de regreso de Xcaret. Es otro antiguo asentamiento del mundo maya que queda más o menos a 70 kms de Cancún, enfrentando desde el continente a la isla de Cozumel, en el Caribe mexicano.
Xcaret es un gran parque natural, con flora y fauna silvestre. Hay bellas playas caribeñas para nadar, mundos subacuáticos para explorar y en fin, con casi todas las delicias de aquello que uno entiende como lo más entrañable y deseado.
De cerca le tomé fotos a una preciosa guacamaya ¡maya!, pero de lejos a los jaguares, dormilones y musculosos. Vi manatíes enormes, un tapir, venados, monos, tortugas pequeñas hasta gigantes. Yo nunca había estado antes en un Mariposario, ni visto tal cantidad de estas hermosuras volando a mi alrededor.
El lugar donde hoy está Xcaret, antes llamado Polé, era un antiguo establecimiento de los mayas, fundamental para el mercadeo dentro del imperio, por ejemplo para el transporte de pescado fresco y otras mercancías. (En carrera de relevo, cada hombre corría un kilometro con su carga en la espalda, por una vía indicada como con tiza blanca que refulgía a la luz de la luna. Hay que saber que en la zona la temperatura es bien alta, y por eso este transporte era principalmente nocturno. En Chichén Itzá, unos 220 kms más allá, comían temprano el pescado así llevado).
La belleza de Xcaret, más allá de su naturaleza exquisita, está esculpida con riguroso cuidado y con un diseño absolutamente maya. Han conservado en lo posible la imagen indígena, el decorado de los servicios necesarios (señalizaciones, restaurantes, senderos, baños públicos de extrañas pilas rústicas)… Conmueve, de todos modos, un pequeño cementerio de tumbas mayas coloridas, con epitafios graciosos (la cultura mexicana en general es impresionante por su diálogo con la muerte).
Xcaret es hermoso. Y me acercó un poco más hacia los inquietantes mayas.

*(En ese orden, las dos primeras fotos las hice yo) -la belleza de la guacamaya roja, -lo apacible de un pedazo de playa... -y yo en el borde, que sé que más allá, pasando el mar, me encuentro con Cuba.

domingo, 23 de noviembre de 2008

Enseñanza


Enseñar, poder transmitir un saber, supone algo más que la mera traslación de un conocimiento de un lado al otro; de mí, por ejemplo, hacia el otro. Se trata, en primera instancia, de transmitir un deseo. De infundirle al otro el suficiente ardor como para dejarse penetrar por lo nuevo, por lo difícil, lo intimidante por ser desconocido.
Pienso particularmente en la enseñanza de Jacques Lacan, exótica, de un estilo único, inextricable. Con toda intención torcida y erudita. Tan así que esto hace que muchos abran las páginas de los Escritos de Lacan y las cierren ante los dos o tres primeros párrafos, o cierren sus oídos ante las dos o tres primeras fórmulas de ese lenguaje tan original con el que Lacan buscaba arañar, incidir sobre lo más real e inefable en el hombre. Pero es el encanto de un estilo que no deja de producir efectos en quien lo lee o escucha.
Esta enseñanza de Lacan, que en principio consiste en una relectura de Freud, la dictó durante aproximadamente tres décadas, así, decididamente oral, dirigiéndose a un público de psicoanalistas. Haber cercado su audiencia de esta manera, le permitía ese esfuerzo por hacer equiparables el objeto de su enseñanza, a saber, el psicoanálisis, el inconsciente, el goce, la pulsión, la repetición, entre otros conceptos, y el método en sí empleado, nada transparente, siempre travieso, desafiante, velado, alambicado.
Una de las cuestiones más discutidas entre los psicoanalistas precisamente se refiere a cómo se transmite o se enseña el psicoanálisis, siendo como es, un asunto de análisis personal de cada uno, de la clínica, para desgajar de ella algunos principios y algunos efectos que ha tenido la experiencia de un análisis en el sujeto.
Uno avanza en la teoría, en el estudio y la comprensión de los conceptos psicoanalíticos según va avanzando su propio análisis personal. No es tan evidente el velo que cubre la verdad que no se quiere saber, para decirlo todo bastante rápido: la verdad acerca de la propia castración. Y en la medida en la que un análisis va desbrozando estos velos, los temores, obstinaciones, y con el vaivén acertado de las interpretaciones que desnudan cada vez más esta verdad, podrá entonces encararse el saber.
Como en una pantomima de quien se acerca: muchas veces tenemos el asombro, el desdén, el mutismo, la mera repetición de los conceptos sin comprender casi nada, la irradiación hacia todas las áreas de la vida de lo que primeramente se atisba… Y la puesta en ánimo de un deseo. Un deseo de saber, de hacer un análisis, de transmitirlo…
Ah, pero en conjunto la sensación es buena, es muy placentera, al final uno se queda como iluminada, muy sonriente ante un instante efímero de satisfacción que viene por haber pescado algo, pequeñito, algo evanescente pero que ya irremediablemente alude a que hay otra cosa… que apunta hacia un más allá enaltecedor. Que desde lejos se ven los reflejos de la verdad.
Enseñar, mostrar...

*El Grafo del deseo (Lacan)

miércoles, 19 de noviembre de 2008

Causalidades


A mí quien me enseñó acerca del significante fue Pablo, un niño que en la escuela primaria se sentaba al lado mío. Competíamos mucho, al grado común de las rivalidades entre niño y niña de diez años. Una tarde me dijo: A ver, repite sofá muchas veces, y oirás otra cosa. Así descubrí el sonido solitario del significante puro, vaciado por completo de toda significación, de todo hilo que me recondujera de vuelta a lo que fuera mueble para sentarse. Se podía, efectivamente, escuchar la resonancia única, el eco sinsentido del lenguaje en ese vocablo absurdo repetido. Era una experiencia riquísima, y me desdoblaba preparándome para entender, muchos años después, la teoría lacaniana del significante.
También quedó inmortalizado este niño en mi vida porque días después me escogió como su novia, según una lista secreta que los varones habían establecido por ellos mismos, distribuyéndose a todas las féminas del salón. Yo no sabía qué hacer, porque para mi total desasosiego frente a él, a partir de entonces yo era “algo suyo”. Toda esa tarde, mi noche en vela y la siguiente mañana inquieta hasta mi solución en el receso, duró el noviazgo. Otra vez me veía ante una experiencia novedosa, sin saber bien qué implicaba ser la novia de alguien, pero ya reaccionaba rebelándome contra cierta imposición.
La causalidad del mal de las psiconeurosis de las que empezó a ocuparse vivamente el doctor Freud a finales del S. XIX, quedó circunscrita a la sexualidad. Allí, en ese oscuro reino de lo sexual, debía encontrarse la causa de todo el malestar presente del paciente. Se trata de una causa sexual y antigua, es decir, que pertenece al pasado infantil. Y lo complejo de esta causa, atravesada por la represión, es que tiene una deliciosa contrariedad: lo reprimido (e inconsciente) es algo que no existió nunca, que estaba indeclinablemente perdido (el primer objeto, según Freud; el significante de la relación sexual que no existe, según Lacan). Digamos que lo destacado aquí es el trauma inicial de esta discordancia o incompletud en el sujeto, común para los seres hablantes en general.
Este trauma inicial sólo podrá tener su efecto como traumático en la historia del individuo cuando, años después, otro evento asociado venga a darle una resignificación retroactiva (après-coup) a esta representación traumática inasimilable (sexual, dice nuevamente Freud; del lenguaje, generaliza otra vez Lacan). Sólo se convierte en trauma a partir de un segundo acontecimiento, en el tiempo lineal, que incide sobre aquel supuestamente primero.
De este agujero original (trauma) tenemos el monumento que el sujeto le rinde repetitivamente en su síntoma: aquello reprimido retorna en el síntoma actual, sigue conviviendo en el presente a través de las manifestaciones sintomáticas de la estructura neurótica. Es decir, se seguirá hablando y actuando ese sentido que se reprimió, en las distintas formaciones del inconsciente: una aparición inoportuna aquí de un lapsus, un placer de risas allí en un chiste, un sueño conmovedor, y en el síntoma fundamentalmente.
La perspectiva freudiana primera deseaba deshacer el síntoma actual cuando se le revelaba al paciente la causa (sexual) traumática de su padecer, que estaba reprimida. Se debía llegar a ese “saber reprimido” del que el sujeto dice no saber nada, a través de las interpretaciones sobre la historia rememorada del paciente.
Las historias tontas, reveladoras, angustiantes, infantiles, vergonzosas, ridículas, dolorosas, que el paciente cuenta en sesión, gravitan sobre el eje causal y traumático. Al analista le corresponde apuntar hacia allí todo el tiempo.
¿Qué habrá movilizado en mi haber sido nombrada como “la novia” de un amigo a los diez años?




*Foto de mi hermana L.

martes, 11 de noviembre de 2008

Palabrerías


Me entusiasman y me intimidan las palabras. Por eso jugar con ellas resulta tan placentero, más allá de aquella exigencia que la escucha en la clínica psicoanalítica impone.
Encuentro un concepto de nombre tan feo como antanaclasis, que es una de las figuras de la retórica, y me anima lo suficiente. Es la repetición de una misma palabra en un escrito, pero con significados diferentes. Un ejemplo tímido: “¿Y Ud., no nada nada? Es que no traje traje”.
Sí, son palabras polisémicas, y son, hay que decirlo, una de las presas predilectas de los analistas al escuchar el discurso del paciente. El inconsciente, todo un genio en las leyes y figuraciones lingüísticas, se desliza subrepticiamente con estas delicadezas para manifestarse. De repente un vocablo (o significante) puede aparecer en medio de una frase con otro sentido del esperado en el contexto, para decir algo más.
Y luego, mucho nos muestran las divertidas particiones de las palabras: Útiles de jardinero (Útil es dejar dinero). O el verso de Garcilaso de la Vega: El dulce lamentar de dos pastores (El dulce lamen tarde dos pastores).
Desde 1906 Ferdinand de Saussure explicaba en su Curso de Lingüística General lo que él llamó el signo lingüístico, como la unión indisoluble entre la significación (concepto) y el significante (imagen acústica) de una palabra determinada. Tendríamos: lo que significa Árbol, y como suena á-r-b-o-l.
Años después, Lacan toma este signo, lo destruye y se queda sólo con el significante (o la materialidad fónica de la palabra) para independizarla de su significado, esto querrá decir que el significante no está abrochado a ningún significado en particular, sino que puede correr libre y abrocharse a múltiples significaciones o sentidos, según se ubique en relación (y diferencia) con otros significantes.
Que mi idea cuando digo silla no es la misma que piensas ahora mismo. (Y, al proferirla, pudiera ser también ¡Sí, ya!)
Y el significante se hizo casi el centro de todo el psicoanálisis lacaniano. Partiendo de que el inconsciente está estructurado como un lenguaje, entonces quiere decirse que en él se siguen las mismas leyes de la lingüística (la metáfora y la metonimia, por lo general) en sus conocidas formaciones: el sueño, el síntoma, el acto fallido, el chiste, el lapsus.
Pero un análisis correría el riesgo de infinitizarse si se queda reverberando sólo en los juegos de palabras, en estos intercambios de significantes para hallar nuevos sentidos. El analista sería un ser avezado en antanaclasis, en equívocos, en retórica, en poesía, al fin, y le estaría devolviendo a su paciente toda esta transmutación de sentidos continuamente. No, no es ese el único modo de trabajar en un análisis. Ni por ese sesgo de palabrerías se incide totalmente sobre el síntoma, que es en sí mismo un fenómeno hecho de significante y de…algo más, real.
Un acto serviría para detener el insistente manar de significantes.
Mientras, lejos de la consulta, es muy entretenido: “-Discutí con el camarero -¿Por qué? ¿Cuándo? ¿Cómo? -Porque cuando como me gusta que me traten bien.”
“Pensé: ¡qué memoria! (Pensé que me moría)”
¿Vienes, vienés? ¿Cabrá la cabra?....
Y:
*La foto es con dedos. La foto esconde dos

domingo, 2 de noviembre de 2008

Lo nuevo y la cita


En la actualidad vivimos compelidos a conseguir no sólo lo más nuevo, sino a rechazar lo viejo. Es el reemplazo impío de lo que recientemente acaba de surgir, (Ah, qué instante ese tan efímero de la creación, ¿verdad?), por lo que vendrá, lo que está más allá, lo por venir, lo bueno por ser “más nuevo”.
Esta vertiginosa búsqueda y deseo de lo nuevo no se reduce sólo a tener lo más actual, la última novedad, ya sea noticia, objeto, idea o pecado. No, fíjense uds., ya eso es una idea vieja.
Pero, si por el contrario, yo hago estallar una contra otra, la idea de buscar lo nuevo, con la idea de las citas en lo escrito, quizás me quede para uds en lo ya leído, pero para mi se acaba de convertir en un placer esta alquimia misma que empuja a la paradoja: Quiero decir algo novedoso, y a la vez me encuentro citando a otros autores. Viejos.
Si cito a los demás autores para sustentar mi palabra, aquí estoy cediendo lo novedoso, por la aceptación de mi discurso como válido.
Hay todo un saber “dormido”, aceptado, garantizado, todo un caudal de ideas que muchísimas personalidades han escrito en la historia cultural. La comunidad ante este saber, en consenso más o menos mayoritario, ha enjuiciado: Eso es una verdad.
Bien, al citar, es como si yo dijera: Es aquel el autorizado, yo sólo repito, y combino mis ideas con las suyas para intentar que aparezca algo nuevo. (Las citas no son exactas, aunque padezcan de nuestro prurito de exactitud) Y casi siempre, el citado calla, no me desenmascara, no defiende su idea pura, no se entera siquiera…
En la clínica psicoanalítica lo nuevo está en juego desde el momento en que se recibe al paciente, y se le toma como un sujeto único, nuevo, que no se le compara, ni a él ni a su síntoma, con todos los pacientes recibidos anteriormente.
Pero lo novedoso y la cita están amalgamados con más precisión en la operación por excelencia del psicoanalista, me refiero, por supuesto, a la interpretación. El analista se vale para interpretar en la cura, también, de la cita de lo que el propio paciente acaba de decir.
Se le confiere así un gran peso a la frase que ha pronunciado el mismo paciente, se la repite desde otro ángulo, se le “cita”. Y surge el milagro de la creación de un nuevo sentido, que resuena como si hubiera estado allí, también, agazapado en esa frase.
A partir de esa cita, de entrecomillar su dicho, algo enigmático puede aparecer para el sujeto, quien ahora quedaría confrontado a descifrar por él mismo lo que ha podido ser dicho (y escuchado), además, con sus mismas palabras.
El paciente estaría en posición semejante a la de un autor ya consagrado en la cultura, pero la cita que de sus palabras hace el analista (único público para este autor) tendrá la connotación y la intención de torcer su significado para extraer de ahí una nueva significación. Y que eso tenga sus efectos.
Deslizo un ejemplo (qué coincidencia, estoy citando a un colega) para ilustrar un poco una de las maniobras interpretativas en análisis: Viene la joven a consulta, se sienta y dice: La verdad, no tenía ganas de venir. El analista repite la misma frase pero levantando la coma, haciendo que se escuchen otras detonaciones con relación, posiblemente, a un cuestionamiento de que si la verdad no viene…
Quizás existe una manera para conseguir lo que tanto se anhela hoy en día. Tal vez: atravesar lo viejo, las citas, los dichos, el saber aceptado, y poder encontrarnos bruscamente con otra cosa, con algo completamente nuevo, luminoso… ¿O no?

martes, 28 de octubre de 2008

Sobre la Psicosis (I)


En ocasiones nos encontramos ante alguien para quien su realidad puede estar gravemente alterada, alguien para quien, digamos, ciertas cosas de la realidad le pueden haber empezado a hacer signo.
Un carro negro que pasa fugazmente ante su vista puede convertirse de repente en una señal de algo que le concierne a él particularmente, o quizás esta persona piense que sólo a él le es concedido el don de saber su significado divino.
Todo la inmediatez de tener que interpretar signos por doquier es vivido por el sujeto psicótico como un incómodo tormento, como un sufrimiento, como una incomprensión, en muchos casos. Es el delirio, que viene ahí, salvador, para poder explicarse toda esta invasión en su vida.
La percepción alucinatoria, es decir, allí donde algo que no existe en la realidad es percibido por el sujeto, se padece a mismo título de objeto real, como para sus allegados pueda serlo el semáforo que siempre ha estado en la esquina.
Aunque parezca un ejemplo desmesurado de un cuadro de psicosis, sabemos que, precisamente, la mesura es algo que queda con frecuencia por fuera de todo el padecimiento de estos pacientes.
A diferencia de Freud, que descubría e inventaba el psicoanálisis a partir de su encuentro crucial con la neurosis histérica, J. Lacan, partiendo de su condición de psiquiatra se cuestiona, en un inicio, qué posibilidad tiene el psicoanálisis con respecto al tratamiento de la psicosis.
A Lacan se deben indicaciones precisas de un posible abordaje de estos pacientes, con la cautela requerida, sabiendo bien el rol esencial que ante ellos debe jugarse para no provocar nuevos desencadenamientos. Y, dado el caso que se trate de las llamadas psicosis ordinarias, es decir, aquéllas que aún no se han desbordado en delirios altisonantes, habría que evitar incitársele, sin precaución ni tino, hacia este precipicio.
Es por ello que una de las exigencias mayores en la clínica psicoanalítica es la precisión diagnóstica, durante el período inicial de las entrevistas con el paciente, de los síntomas que presenta, y tomar los detalles clínicos ínfimos que puedan revelar que se está en presencia de una neurosis, o por el contrario, ante los denominados fenómenos elementales que dan cuenta de la estructura psicótica, aún cuando no siempre esto se presente de un modo tan evidente.
Cada sujeto ha resuelto, con los medios a su alcance, una determinada constitución subjetiva. Aquellos que pudieron intercambiar gran parte de su goce propio en las vías del lenguaje y de la significación fálica, más compartida por todos, podemos creernos importantes, mejores, únicos. Desconocemos quizás que la solución que encontró el psicótico es la más particular de todas, su delirio, como explicación de su mundo y de su ser, es único.
Pero no debemos soslayar lo ineludible de tener que auxiliarles, de que su presencia en un mundo organizado por lo fálico y la neurosis en general, a veces puede ser devastador para ellos, y quienes le rodean, claro está.
Regresaré sobre este tema de la psicosis, apasionante y delicado a la vez.
Es muy gracioso cómo ha saltado el término Psicosis al habla popular, y se escuchan cosas tremendas como confundirla con algún síntoma obsesivo, por ejemplo: Tal persona tiene psicosis con la música clásica. Quien sabe si esta adjudicación se deba a esa zona imprecisa de obcecamiento en la que un obsesivo se prende con ferocidad a un tema particular, que nos hace recordar y confundirle con lo delirante.
Quien sabe, finalmente, si se deba a la indulgencia propia de los no entendidos, de los que no diagnostican a diestra y siniestra, y reciben al loco, al empeñado en algo, al miserable paranoico, a la que se afana en seducir todo el tiempo, al que duda siempre, todos casi casi como lo mismo.




*Desbordamientos. Foto de mi hermana L.

viernes, 24 de octubre de 2008

Estrado


Me paro ante el podio. Antes había venido, solícito, el protocolar organizador de las Jornadas, diciéndome que todo el estrado “es suyo, puede Ud. sentarse en la mesa de los micrófonos, o quedarse de pie, como guste.” Yo le sonreí, le pregunté si podría bailar. No se lo esperaba, pero vi que, avergonzado de lo que pudo haber pensado ante la conferencista cubana, se sonrojó, y acomodó mi micrófono.
Después me dejó en una esquina del estrado, mientras una estudiante designada presentó a alguien que lejanamente se me parecía, ya que al parecer, con todo propósito, en alguna escala de mis papeles hacia el Departamento de Psicología, alguien había engordado mi currículum.
Y entonces me dejaron sola, con un frío tremendo en ese auditorio, que no había sentido antes mientras escuchaba la ponencia anterior, acomodada como estaba entre estudiantes serios y jovencitas en jeans (hubo dos de ellos que no supe distinguir muy bien a qué sexo pertenecían) y algunos profesores.
Mi ponencia, sobre la agresividad en psicoanálisis, era muy poco agresiva, la verdad, en su sentido de poco incisiva, y se basaba en explicar durante una hora y quince el vínculo entre el acto y la palabra en las relaciones humanas, y la pulsión de muerte…
Al final, preguntas de los asistentes, felicitaciones, lo común en este tipo de encuentros.
Ya casi todos salían, conversaban, recogían pertenencias. Alguien se me acercó, un estudiante con sus notas, concentrado aún, de mirada intensa. Parecía admirado, sin decidirse a preguntarme nada, me dio la mano en silencio, y después balbuceó alguna cortesía de rigor. Se quedó allí, mirándome, sin poder moverse de mi lado, seducido quizás por lo que acababa de escuchar.
Yo volví milagrosamente a tener su edad, y me asusté tanto en ese momento que me alejé deprisa hacia el grupo de profesores que promediaban entre todos cerca de cincuenta. Seguramente una edad más sosegada. En cuanto al saber, espero yo.

miércoles, 22 de octubre de 2008

Condiciones de amor (V)


Un post freudiano sobre el amor. (Con el mismo estatuto que tiene para los niños la repetición en sus juegos de todo lo que no entienden acerca de su realidad.)
La elección de una persona como objeto de nuestro amor es enigmática: ¿por qué tomo a este y no a otro como objeto de mi pasión amorosa? Y también, ¿qué resortes animan el encuentro repentino de alguien con el amor?
Algo tiene este otro, y no sabemos muy bien en qué consiste ese brillo de objeto valioso que creemos verle. O mejor aún, qué verdad oculta podría revelarnos esa persona acerca de nosotros mismos, que por eso le amamos. El otro mismo, a veces, sorprendido, puede no saber en lo absoluto qué tiene él que despierta tal amor.
En un principio, sería la madre el primer objeto de nuestro amor, y a partir de este modelo se constituiría un modo propio de relación con los siguientes objetos amorosos (sustitutos de este objeto primordial), en los que subsistan rasgos, actitudes, reminiscencias de las singulares vivencias de la infancia de cada quien.
Otra apoyatura que tiene la elección por esta persona y no otra, es tomarnos a nosotros mismos como molde. Es el narcisismo: amo a alguien que se parece a mí. Amo en él lo que veo de mi mismo allí.
Para Freud, en tales puntos edípicos de escoger a quien se ama, se dividen las aguas según se trate del varón o de la mujer, en sus casos más generalizados.
Para muchos hombres, no pudiendo resolver su satisfacción sexual con un subrogado de la madre, (este horror al incesto que le inhibe al punto de la impotencia), está la estrategia de separar en dos su vida amorosa: amar extraordinariamente a una mujer (la santa madre de mis hijos) y desear a otra (la mujer fácil y de dudosa reputación). Y así escindido, podrá acceder al disfrute de su sexualidad.
Incluso, la degradación del objeto sexual (un poco de menos respeto por la mujer que se ama) es el recurso socorrido, en estos casos, para obtener el placer.
En la mujer, en cambio, habría un enlace entre su sexualidad y la prohibición, de manera tal que para lograr la mayor satisfacción debía darse un mínimo de prohibición, de secreto, de interdicto, de algo travieso, en la relación con un hombre determinado. (Las relaciones ilícitas son las que más le permiten preservar el deseo) De ahí que el logro, por ejemplo, de la satisfacción con un amante sea muy superior… decía Freud…
No existiendo una única condición de amor que sea útil para todos los seres humanos, se habla entonces de “condiciones de amor”. Estas condiciones estarían en la causa misma del deseo que hace detonar el alud amoroso hacia el amado. Se trata de particularidades que encontramos en él, un rasgo nimio aquí, un ánimo de camaradería allá, un pequeño fetiche, un color de pelo, un semblante maternal, unos ojos deslumbradores… Es, en esencia, una fórmula de la relación del sujeto con su propio goce, pero ya esto será otro post.
Son las marcas por las que el sujeto ha articulado su deseo, los cauces arcaicos que nos funcionan solamente para cada uno. Pequeña condición, indispensable… es ese atributo mágico, el no sé qué que me hace amarle…

martes, 14 de octubre de 2008

Aquel que escucha


Mi amigo A. me hizo notar algo bien curioso: mientras en inglés se acudía continuamente a la muletilla “¿tú sabes?” en plena conversación, en español íbamos todo el tiempo preguntándole al otro: “¿Me entiendes?”. Ya dirán, es lo mismo, pero me detengo un poco para andar erráticamente por otros rumbos, que por no ser académicos, precisamente pueden ser entretenidos. Si quieren, sigan conmigo el divertimento.
En ambos ejemplos habría, según sea en inglés o en español, dos tipos distintos de cuestionamientos del hablante.
Primero: Si le pregunto al otro si sabe o no, con respecto de lo que hablo, presupongo que el otro puede tener el conocimiento. O puede ser que aquello a lo que verdaderamente apelo al dirigirme así a él es a su capacidad o no de dominar lo que le digo: “¿Tú sabes?”
¿Pudiera considerarse aquí que habría, incluso, cierta confianza en la comprensión del que escucha, porque puede ya “saber”? En ocasiones, ni se presenta la expresión como una pregunta, sino como una afirmación…
En cambio, “¿tú me entiendes?” ya implica otro movimiento, me parece. En este caso pongo en duda si me explico bien, o sea, dirijo la atención sobre mi capacidad o no de hacerme comprensible cuando converso con el otro.
Como si necesitara cerciorarme sistemáticamente de que yo me esté haciendo entender, de si soy clara ante quien me escucha, con ese “me” clavándome la responsabilidad.
Son dos direcciones diferentes de los haces de luces en una conversación, ya te iluminen a ti (interlocutor) con la pregunta de si sabes o no, o ya me iluminen a mi (el hablante) con el si me explico o no.
Esta pretendida disparidad en el habla también pudiéramos asociarla con otras formas coloquiales, donde asoman nuevos niveles, nuevas escenas.
Se me ocurre que aquí en México la politesse exacerbada marca todo un estilo de dirigirse al otro. Un ejemplo que es muy conocido: mientras nosotros podemos expresarnos abiertamente con un “Dígame”, “Repítame, que no le oí”, etc., en labios del mexicano aparece un “¿Mande?”. Esto al principio me desconcertaba bastante. Me lo he explicado a través de entender que la demasiada cortesía les impide utilizar descarnadamente el imperativo con su interlocutor, con alguna exigencia de que responda. Aquí el imperativo Mande, le devuelve al otro un lugar de supremacía, y coloca al hablante modestamente a la espera de una respuesta solicitada así, cortésmente. (Y que, de un modo implícito, aunque esté exigiendo, lo que pide es que el otro mande…)
Es admirable en este sentido la utilización de la cortesía, sinceramente, en este país…

sábado, 11 de octubre de 2008

Adolescente


“No quiero hablar de nada. Me voy a quedar callada. No tengo idea de por qué diablos mis padres me han traído hasta aquí, delante de esta… de esta tipa que se las cree y trata de agradarme. Y con ese acento que tiene… Que cómo me va, que qué es lo que hago en el día, que cómo dije que se llamaba mi amiga? Una payasa, increíble, y mis padres tan tontos que piensan que así saldrán tan fácil de mi, o que sabrán más sobre mi a través de esta, ¿quién se creerá que es, poniéndose así, tan odiosamente comprensiva?
A mi me da lo mismo que pregunte por mis gustos que por mis notas, a ella le contaré el mismo sueño que B. le hizo a su terapeuta. (Je, ya le diré a B. que ella no es la única trastornada del salón, esto ya me está gustando)
Esta se caerá para atrás con el cuento del sueño sangriento. Y le diré también que de pequeña quería mucho a mi mamá y que quería que mi hermana se muriera de repente, eso les encanta escuchar a estas terapeutas, he oído decir. Todos se alarmarán, y yo me divertiré mucho. Y por fin me iré, que es lo que quiero, a comprar ropa con mi mamá, las dos solas, a M…”
Algunos adolescentes no hablan casi en consulta, y muestran una marcada reticencia a responder, a desplegar los síntomas por los que han sido conducidos ante el analista. En ocasiones, con ellos uno se enfrenta a verdaderos silencios imperturbables.
La más delicada de las transiciones, nombraba Victor Hugo a la adolescencia.
Pienso en lo peligroso que puede ser para algunos este momento de “pasaje”, esta transición entre la infancia y la adultez. Es un momento en el que las disímiles tensiones vivenciadas por el adolescente (ya sean corporales, de afectos, de desamparo, o de descrédito a la autoridad establecida) les expone ante una falta absoluta de palabras para describir lo que les está ocurriendo.
Y aquí el acto se presenta con todo el fulgor de su fuerza, como si un acto fuera más contundente, más impositivo, más sentenciador que cualquier palabra. (La pendiente desgraciada de muchas conductas de riesgo a esta edad: desde toxicomanías, trastornos alimentarios, alta velocidad mientras manejan, la violencia, etc)
En especial, el mundo parental que les contenía durante la infancia, cae bajo las ruedas de lo superable, se convierte en lo que es necesario subvertir y poner ahí, en su lugar, nuevos ideales…
Quizás el mayor ahogo que empieza a tratar de dilucidar el adolescente es la irrupción de lo sexual, pero entendido esta vez como el encuentro del cuerpo con los tironeos propios, y hacia un sexo, hacia el otro… al final a solas con uno mismo… en el silencio.

sábado, 4 de octubre de 2008

No ser de la misma parroquia


Si hablamos, podríamos entendernos. Es este el anhelo de toda comunicación, que ella sea completa, que cubra todo lo que se pretenda con el decir, y le llegue al otro que escucha, en la mayor claridad posible.
Que cuando se diga una frase, por ejemplo, Te quiero, a cabalidad pueda ser comprendida. Pero a menudo hay que repetir, utilizar otras variantes, deshacer más el dicho, modular la intención de significación, cambiar el tono, apurar una segunda frase que lustre mejor la anterior…
El lenguaje que utilizamos (Lacan diría que “nos utiliza a nosotros”) podría no ser unívoco ni total. Parece como si siempre pudiera ponérsele a toda frase otro significante o palabra más, y que así gire el sentido hacia otro lado. O constatamos que faltan las palabras para decirlo todo, o que ellas mismas son engañosas y escurridizas, que no somos comprendidos.
Así, en cuanto yo intento decir algo, ya el otro que pone su oreja entiende tal o cual palabra, que no siempre tiene la misma connotación que le estoy dando. Ese otro, según escucha, le otorga tal sentido a lo que digo…
Es el malentendido esencial que acompaña al ser hablante.
Cuando pertenecemos a la misma comunidad, ya sea país o barrio, tenemos una comunicación que acude a un mismo sistema de códigos. Entonces el malentendido, queda un poco más desplazado, y uno llega a tener, incluso, la sensación de que pudiéramos decirnos más, con menos palabras, entre los “parroquianos”. (Freud dejaba caer que para que un chiste pueda ser comprendido había que pertenecer a la misma parroquia)
Existen, más íntimos aún, códigos que sólo comparten dos, que sólo ellos entienden.
Si el lenguaje en general nos remite a esta hiancia o agujero, la condición de extranjero en una cultura diferente podría redoblarla. No hablo de la otra vuelta de tuerca de utilizar otro idioma para hacernos entender. Incluso, tranquilamente en español.
Nos topamos con que tienen que desmenuzar más los sobreentendidos ante nuestros oídos cuando nos hablan, explicarnos mejor a qué se alude con determinada frase, quién es tal personaje-ícono de la cultura que mencionan continuamente, qué carga de afecto o de insulto tiene esa palabra aquí…
Pienso que no siempre el hecho de portar esa condición de extranjero sea del todo despreciable... Hummm, todo esto parece muy conveniente para la práctica psicoanalítica, por ejemplo: - Perdón, no le entendí bien, ¿acaso Ud quiere decir que…?-.
Tranquiliza saber que uno siempre, ante el lenguaje, es también un poco extranjero.

viernes, 26 de septiembre de 2008

Una particularidad… del psicoanálisis en Cuba


Para mi resulta un poco complicado tener que vérmelas con alguna condición de excepción. Sé que es algo que se aprende viviendo en Cuba, donde por lo general a la gente no les sucede más o menos lo mismo que en otras partes del mundo. En su cotidianeidad, me refiero. Algunos cubanos, incluso, gozan muchísimo esta experiencia de mostrar la singularidad de vivir siendo un poco diferentes, de resolver por vías insospechadas su vida personal, o simplemente encuentran alivio cuando se quejan ante el foráneo.
Y más allá de sus fronteras, al parecer Cuba es un pequeño islote de irrealidad sumamente atractiva para el mundo. Es un país que arrastra el sello de una particularidad, que no termina aún por saciar del todo la curiosidad de los demás…
Recientemente impartí una conferencia en la ciudad de México acerca de “la particularidad del discurso del psicoanálisis en la época contemporánea”. Al final, hubo preguntas de los asistentes. Entre las interesantes preguntas afines al tema que se exponía, me asombró que también me preguntaran (toda vez que conocían mi origen) que cómo era posible que tuviera existencia el psicoanálisis (lacaniano) en Cuba, una sociedad tan cerrada. Escuché esto como si viniera de alguien que se asoma a lo inconcebible.
No es la primera vez que tropiezo con esta curiosidad, incluso años atrás, me complacía mucho devolver una respuesta en la que, con fingida ingenuidad, demostraba que en el cubano se manifiesta el inconsciente, tiene fallidos, síntomas, líos con el poder y con su pareja, como cualquier neurótico del mundo.
Pero volviéndonos más serios… es cierto que cada cultura brinda la trama para que el sujeto vaya anudando sus síntomas, su Edipo, su precisa relación con los objetos, etc. Y el Otro social determina ciertas posibilidades de identificación al sujeto, así como otras tantas prohibiciones de la cultura cimentarán la represión de la satisfacción pulsional de cada cual en el medio social. Un discurso hermético y unificador repercutirá sobre el sujeto necesariamente…
Pudiera conjeturar infinitamente acerca de esta relación individuo-sociedad en Cuba, consultar estudios, aplicar teorías, etc. A mi me corresponde con mayor propiedad, y autenticidad, hablar sencillamente de lo que yo constataba en mi práctica clínica diaria. Recibía pacientes, muy variados síntomas, las madres venían con sus hijos que tenían algún molesto y extraño comportamiento, un hombre quería y no podía… Venían con la queja, venían buscándole sentido y calma a su sufrimiento…
Igual que aquí, en México…


*El cuarto de los Coloquios que celebramos en Cuba

viernes, 19 de septiembre de 2008

Un padre blando (I)


Él recibe la noticia. No tiene ni idea de qué vendrá después, sólo escucha que esta mujer le dice: Serás padre. Y se entera así que llegará un día en que tendrá que ser algo más que lo que hasta ahora ha sido, tendrá que ser, si antes no se va corriendo, un padre.
Es una posición que no es tan apacible en muchos casos. Hay que lidiar, ante todo, con asumir lo que se espera de un padre: que cumpla, que disponga, que garantice, que atempere excesos, que prohíba algunas cosas…
El concepto de “un padre” en psicoanálisis va más allá de la definición que la biología implica, es decir, se trata de una función, de la función paterna. Al decir que es una función se declara que no es patrimonio de nadie en particular, sino que se encarna en determinados sujetos e ideales que la portan, para alguien en específico.
Un “padre” existe incluso, como función, aún en aquéllos casos en los que el verdadero padre está ausente totalmente, o bien si se presenta bajo otras combinaciones actuales en esa ecuación no tradicional que ha devenido la familia actual (monoparental, homosexual, recompuesta, etc)
Y también un padre, según Lacan, es aquello que viene a darle un sentido al deseo que tiene la madre (este deseo de otra cosa que no se satisface completamente con el niño, este deseo indescifrable, inexplicable, caprichoso) y que está representado como una incógnita para el niño. Es un alivio cuando el niño puede encontrarle significación y cauce a esta incógnita. De esta manera, y a partir de entonces, se marca para el pequeño el camino por el cual la Ley (del padre, aquello en lo que la mujer-madre está interesada) puede articular que este sujeto a su vez inscriba su propio deseo…
Pero el padre de hoy, en la sociedad de nuestros días no es por lo general aquel padre antiguo, sabio y garante que portaba la ley, y enarbolaba el ideal de cumplimiento de una paternidad victoriana y recia… Ahora, en su declive, tiene más que ver con el suave amigo, con el compañero, el cómplice que comprende y acompaña al niño en los avatares de la vida, el que enseña sin imposición.
Y si ya el padre de las grandes prohibiciones, el de la ley intachable ya no se ve más en estos pobres tipos que visten al hijo cada mañana y le dan consejos, ¿dónde se encarna la función del padre autoritario? ¿Acaso en las instituciones de la justicia, en el saber científico- incuestionable, en las instancias sociales de una democracia acéfala?
El martes próximo daré una conferencia en la Alianza, sobre la particularidad de la clínica psicoanalítica (si se animan, si se interesan, si se encuentran en la ciudad, están invitados). Mi propio padre me anuncia que asistirá, y descubro que su presencia allí me inquieta más que la de todos los desconocidos que acudirán.
Por último, nunca dejan de asombrarme ciertas frases de los mexicanos, por ejemplo, aquí lo que está muy bueno y deseable es algo que está “padre”, que está “padrísimo”. Y siempre que lo oigo me resuena su reverso, tal como lo decimos en Cuba para indicar todo lo contrario: “Eso está de madre”…

viernes, 5 de septiembre de 2008

¿Por qué alguien iría a ver a un psicoanalista?


Llega confundido, no sabe si es aquí el mejor lugar para solucionar su sufrimiento. La iglesia hubiera sido más sencillo, al menos conoce su alcance desde niño. En cambio, un psicoanalista, lo que es seguro, es que le hará hablar durante sesiones, posiblemente en algunas llegará a hacerle llorar, y encima, habrá que pagarle.
El psicoanálisis es toda una aventura, es quizás la experiencia que promete dar finalmente con algo que está en la causa, con el mecanismo que hace funcionar el andamiaje de síntomas y padecimientos.
Viene alguien, pidiendo consuelo, comprensión, un sentido para todo esto que le aqueja y que, por lo general, en estos momentos, le está sobrepasando. Como si de pronto todo lo que hasta ahora había sido él, bien conocido y entendido por sí mismo, estuviera fuera de su control. No duerme, no come bien, no puede acceder a una pareja, no se concentra, tiene angustia, responde exageradamente ante una situación banal, está deprimido…
¿Por qué acudir a un psicoanalista, entonces? La distancia entre la práctica propiamente analítica y la psicoterapia, reside justamente en que el analista rehúsa dar más sentido o atiborrar con palabras el padecimiento del sujeto. En el dispositivo analítico se inclina la acción (más bien el ser entero del analista) hacia la movilización del deseo del paciente y la búsqueda de las causas del malestar, precisamente porque se evita redondearle el sufrimiento al paciente con la consolación y la supuesta “buena respuesta” que conocería de antemano el gran amo que se consulta.
El psicoanalista no sabe a priori, nada. O, digamos que sabe que hay un saber oculto e inconsciente que está en la causa de los síntomas, y hacia allí invita al paciente a buscar la salida. Es como si cordialmente le conminara: No importa lo que Ud. diga, hable sin restricciones o juicio, que eso nos conducirá a tocar lo real de fondo de su ser, y que le hace fabricar síntomas.
En el dispositivo analítico, la maniobra del analista (propiamente la interpretación) consiste en partir de lo simbólico o la palabra, asegurando llegar a modificar algo de la fórmula más arcaica del individuo, a saber, cómo solucionó en su propia y original constitución como sujeto, el horror de enfrentarse a la imposibilidad de la completud, es decir, al horror de la castración.
Un pequeño desfallecimiento del deseo, un enfrentamiento con su propia condición de no ser nada ante el otro, una pérdida, pueden haber precipitado un malestar insostenible en quien ha llegado hasta la consulta del psicoanalista.
La ética del psicoanálisis consiste entonces en no anular la singularidad de este sujeto con una buena solución preconcebida que sirviera para todos, sino por el contrario, se aboca a rescatar (sin soltar) el hilo particular que guía el curso de la subjetividad de este hombre. Y para que eso (ello) se abra a nuevas vías pero esta vez no sintomáticas…

miércoles, 20 de agosto de 2008

El amor cortés (IV)


Durante los siglos XI, XII y XIII, aproximadamente, en el sur de Francia y en gran parte de Europa, se impuso toda una lírica trovadoresca alrededor de la temática del amor, del ensalzamiento de la Dama, y en esencia, el canto refinado a la queja por el amor insatisfecho o no correspondido. Este cantar, denominado como “l’amour courtois” o amor cortés, se convierte en una ética de una posible relación amorosa entre el poeta- cantor y la mujer-Dama inalcanzable.
El amor cortés (pertenecía a lo elevado, a palacio, a la corte, en llana distinción con la villa y lo pueblerino) constituyó un estilo, literario y musical, pautado con reglas muy precisas y rigurosas, que en ocasiones sólo los entendidos atrapaban el sentido del mensaje de amor.
A la Dama, mujer sublime y añorada, bella y distante, se le conferían toda suerte de virtudes y toda suerte de crueldades al no corresponder a tan refinada solicitud de amor. El amor aquí era visto en sus más absolutas vertientes de abstención, de la inaccesibilidad del objeto-Dama, del dulce y enaltecedor sufrimiento por la imposibilidad para alcanzarla (Sólo la Dama será mi dueña y yo su humilde vasallo; qué agradable cilicio este amor que me hiere y que Ella, mi Ideal, rechaza).
Esta lírica del amor, que habla de la ascensión hasta lo divino del objeto mujer (¡qué increíble coincidencia que surgiera justamente en la época en que las mujeres eran consideradas entre los bienes patrimoniales del hombre, entre sus objetos!) se opone, en sí mismo, al éxito de ser reciprocado, a la posesión de la Dama. Es, esencialmente, el canto al obstáculo, a la imposibilidad de la consumación del amor.
Más que a una mujer, a un ser tangible, los poetas se dirigían a un ser dibujado con palabras, a una figura lejana, vaciada de humanidad. El objeto deseado aquí, pero interdicto (la Dama en este caso) era “elevado a la dignidad de la Cosa”, según la expresión de Lacan. La Cosa (das Ding, lo innombrable, el horror, el vacío) en el amor cortés tiene un nombre, la Dama.
Esta es una estrategia paradigmática de sublimación, tal y como vemos que ocurre la sublimación en el arte: un objeto cualquiera, ordinario se pone al servicio de la pulsión sexual, que de todos modos así logra satisfacerse, pero esta vez con la aceptación de la sociedad. Y en este recorrido pulsional, en el amor cortés, la misma inaccesibilidad logra apresar un goce como prohibido, cercarlo, poner una barrera sublime a la consumación natural del acto de amor. Es convertir, a través de su elevación, lo que es imposible (Das Ding) en lo prohibido y al fin, nombrado.
Las evocaciones en nuestros días de esta singular y poética servidumbre del artista a la bella Dama, revelan que sobrevive, aunque tenue, el aliento del amor cortés en algunos de los fantasmas más universales de amor. Pienso que persiste, en el arte, con intensidad… Y que subsiste también, qué temor al admitirlo, en el secreto deleite cuando somos, como aquella preciosa Dama, alguna vez en nuestras vidas cortejadas.





*En terminología latina, la relación amorosa, se establece en grados:
Visus: La comtemplación del enamorado que lo lleva a enamorarse y que aún no se ha atrevido a confesárselo a la Dama.
Colloquium: La conversación en la que el amante declara su amor, pero aún no es correspondido.
Contactus: Desde que la Dama presenta el “buen rostro” -puede haber entregado una prenda-, hasta la aceptación, las caricias y los besos.
Factum: La unión sexual entre el amante y la Dama. Aunque el sentimiento amoroso se realizaría esencialmente en el plano espiritual. (Tomado de C.B)

lunes, 11 de agosto de 2008

Minicuentos (I)


Me gustan los minicuentos que escribe mi hermana L. Ella puede sintetizar mucho mejor, lo mismo que a mi me tomaría párrafos explicar, para ella se convierte en un minicuento. Aquí tres ejemplos:


Anagrama fonético
La espera se parece a la pereza.

Lo imposible
La Soledad se acomodó sobre las ruinas de la muralla y cruzó sugestivamente la pierna izquierda. A lo lejos, ondulante contra el ardiente sol de la tarde, se acercaba un caminante…
…que nunca llegó.

El quid de la cosa
La frustración dijo:
- Yo levanté una muralla gigantesca para separarte de tu deseo.
La decepción dijo:
- Yo le quité su brillo cuando creíste alcanzarlo.
El desengaño dijo:
- Yo te hice ver la falacia de encontrarlo.
Y la insatisfacción dijo:
- Yo lo mantuve vivo.




*Foto, también, de mi hermana L.

martes, 5 de agosto de 2008

La seducción


Primero, la creencia en la escena de la seducción. La pequeña había sido seducida por un adulto cariñoso, y sólo una segunda escena similar habría resignificado a la primera como trauma sexual.
No se sostiene. No todas las niñas podrían haber sido seducidas, al menos, no lo suficiente para universalizarlo. Ni existen tantos adultos inclinados a su estatura.
Ella mentía. Mentía, la pobre, a pesar de todo, y siendo lo más sincera posible en su estructura.
Hay que agradecer la decepción de Freud: “Ya no creo más en mi neurótica”, porque justo con el abandono de la teoría de la seducción original se revela que en el psicoanálisis no se trata de un privilegio del principio de realidad, sino de aquél reino de la verdad ficcional de cada uno. El reino de ese modo en que cada quien se defendió de una representación abominable, de presunto contenido sexual, dándose así origen al inconsciente.
Entonces, todo fue una fantasía. Ella imaginó y recreó haber sido seducida cuando niña, y así lentamente se deslizó todo como una realidad convincente, explicativa de todo lo que le estaba pasando con su cuerpo y sus pulsiones. (Un cuento encima del agujero que no se comprende: ah, fui seducida, el otro me desea. Como el Edipo. )
Permanecen las fantasías coaguladas en el tiempo, y van a escenificar una y otra vez la relación que ella establece con su objeto de deseo. Una y otra vez.
La seductora por excelencia, la histérica, huye continuamente cuando es convocada, con tal de salvaguardar la insatisfacción del deseo.
Algo así también pudiera codificar la pantomima histérica: Tú no me hubieras seducido si antes yo no te hubiera, realmente, encontrado.




*Fotos de mi hermana L.

domingo, 3 de agosto de 2008

Encuentro en la otra orilla


Estoy en Cancún. En el súper, haciendo las compras. Detrás de mí en la cola de la Panadería se para un muchacho y me mira con insistencia, con una de esas miradas de abajo hacia arriba, y no al revés. Me aborda y me pregunta cualquier cosa sin importancia. Yo noto que él estaba algo sucio, en shorts y camiseta, muy bronceado… Pero que abría los ojos cuando me oye hablar. Y con confianza indiscutible sonríe y: “¿De qué parte de Cuba tú eres?” Le digo que de La Habana, y me dice: “Yo soy de Pinar del Río, y…acabo de llegar….”
Ahí entendí, es una de las situaciones más connotadas en las noticias locales, el arribo de cubanos en lanchas, por mar, que se internan en México… Había algo que me dolía en todo esto, y de repente, ese muchacho apenado bajó la voz y me dijo que tenía mucha hambre… Y supe que ni yo quería oír ni él quería hacer la historia de su reciente aventura, pero que toda su imagen, su bronceado distinto al de los miles de turistas que nos rodeaban, su mirada diferente a la de los clásicos indigentes de los semáforos, la vivacidad de su ánimo al estar pasándola mal ahora pero a la vez de qué buen éxito he tenido al llegar… todo ese conjunto me tocaba bien de cerca y me disponía para tener que hacer algo.
Le dije que escogiera lo que más quisiera ahora mismo, que yo se lo pagaría. Me miró resignado. (¿Qué tienen los hombres cubanos que les incomoda tanto que una mujer les pague?) Todavía balbuceó un cuando nos veamos de nuevo yo te invitaré entonces, fue hasta donde llegó antes de que le alcanzara otra vez la insistencia del hambre.
Fuimos a pagar, no sabía terminar de agradecerme, quería seguir hablando, algunas incoherencias acerca del olor de los dulces, de qué yo hacía, cuánto tiempo iba a estar en Cancún… Le di la mano, estaba áspera. Y seguí mi camino, sin ningún otro remedio para esta situación.



*Foto en la playa de Cancún

viernes, 1 de agosto de 2008

Juego con niños


Los adultos hablan. Los niños dibujan y juegan. Es lo que se encuentra por lo general en el trabajo clínico en el consultorio. Con los niños ocurre una particularidad, que consiste en que casi siempre son “traídos” por los padres, la escuela o por alguna institución determinada (ya sea otras especialidades médicas, una indicación del sistema judicial, etc.)
El hecho de que los niños no acudan a consulta por voluntad propia, se corresponde con la constatación de que en su mayoría son sujetos que no sufren tanto su síntoma (aún cuando existen casos de verdaderos y crueles padecimientos) sino que ellos, con su síntoma, hacen sufrir a los demás, les demuestran, en fin, que ellos encarnan al niño que no está a tono con lo esperado de él, que no cumple con las expectativas ideales y prescritas para él por padres y maestros… que es molesto, sobre todo.
Y vienen, no creyendo mucho ni en la incomodidad que causan, ni en este analista que les sonríe, se sientan y acceden a balbucear retazos de respuestas, a dibujar y a descubrir todos los juguetes que hay en este lugar “inusual”.
Toda la labor desplegada por el niño en consulta tiene el mismo valor de asociación libre que el discurso en el adulto. El juego del pequeño sigue pautas no azarosas, sino interpretativas de aquello que no acaba de comprender todavía. Es común ver a los niños recrearse en un juego que repite sin cesar la escena traumática, o aparece un verdugo cruel con una víctima indefensa o menor, o vemos que vuelven con juguetes al mismo punto de colisión nefasta una y otra vez. La creatividad alrededor de lo abrupto es verdaderamente infinita.
Con el niño también indagamos sobre lo jugado o dibujado, pues que lo verbalice es una vía tan preciosa como cuando a un adulto le pedimos que hable sobre el sueño que viene a contarnos. Y ahí, poder interpretar, anudar nuevos sentidos, sostener algo de su propio deseo, quizás un poco ahogado por el de sus padres…
No comparto la idea de que sea más fácil el psicoanálisis con niños que con el adulto. El niño es, asimismo, un sujeto, es alguien que utiliza la palabra (en su connotación más simbólica, por ejemplo, el juego visto como toda una parrafada), y que puede establecer lazos transferenciales en análisis y elaborar nuevas soluciones.
Con ellos se juega en consulta… atentamente.




*Dibujo de un niño, 4 años

martes, 29 de julio de 2008

Amor, transferencia y colectividad


El amor sirve también como argamasa dentro de una comunidad más o menos homogénea de personas con intereses afines.
En la multitud, yo puedo renunciar a hacer oír mi propia voz, para poder hablar al unísono, para compartir, entre todos, una misma voz, una misma actitud ante alguien o algo, un mismo ideal. (Un ejemplo común en nuestros días, es la sensación cuando estamos en un concierto y canta o toca un grupo conocido. El ejemplo es tibio, lo sé, hay otros mejores)
Si renuncio ocasionalmente a mi individualidad lo hago en pos de recibir el amor compartido entre muchos, de recibir la aquiescencia de cierto grupo o colectividad, para poder ser contada (dentro) como una más. Cedo, para obtener amor e identificación con algún grupo.
Pero a la vez, esta identificación colectiva, este “nosotros” creado y que nos une, se forma precisamente por su diferencia con aquéllos que quedan fuera del círculo, más sencillamente, “los otros”. Y hacia aquél círculo de “los otros” puede dirigirse entonces la agresividad, señaló Freud, que de lo contrario se volcaría hacia nosotros mismos. Y la lucha contra un enemigo común está ahí para reforzar más los lazos amorosos entre “nosotros”.
Entre ciertos grupos cercanos, esos que comparten mayor número de rasgos entre sí, es más feroz el estallido de la agresividad y la intolerancia. En eso consiste el concepto freudiano de “el narcisismo de las pequeñas diferencias.” (“…comunidades vecinas, y aún emparentadas, son precisamente las que más se combaten y desdeñan entre sí, como por ejemplo, españoles y portugueses, alemanes del Norte y del Sur, ingleses y escoceses, etc.”)
¿Y si añadiéramos, por ejemplo, a nuestras confraternales-cercanas-intolerantes-diferentes comunidades que formamos los cubanos entre nosotros mismos?
Quizás esta última anécdota ilumine un poco más el tema, si bien las cosas se dirimen a otro nivel: Uno de los consejos más graciosos y efectivos que he recibido en mi vida me lo dio mi propia hermana en la adolescencia, mientras yo atravesaba una de las clásicas discrepancias con un novio de la época. Me dijo tranquilamente: “Hablen mal de alguien…” ¡Mágico! Aquél exorcismo de nuestra guerra particular de amantes, hizo que encontráramos rápidamente a un pobre diablo en quien posar el mal. Y nosotros dos después, nos quisimos más. (Hasta que no pudimos de verdad soportarnos más juntos)


*Fotos de mi hermana L.

domingo, 27 de julio de 2008

Fronteras


Las fronteras siempre han sido un poco difíciles para mí. Recuerdo que el aeropuerto en La Habana era uno de mis grandes tormentos, unas veces lo visitaba con la ansiedad de ver a la persona que regresaba, otras con la tristeza de la separación temporal, otras tantas con la amarga resignación de quién sabe hasta cuándo nos volvamos a encontrar.
Y también el mar, que estaba ahí, golpeando el malecón cada día, y que era el horizonte desde mi ventana.
Quizás todas las separaciones remitan un poco a la muerte. Una de mis creencias infantiles, y que pienso que todavía se conserva, disfrazada más o menos de pincelada científica (¿acaso no es eso lo que casi siempre ocurre?) consistía en que yo no tenía certeza de que volvería a ver a quien se iba, porque esa persona moría o al menos su existencia quedaba suspendida en el tiempo hasta que reaparecía (inexplicablemente) otra vez. Aunque parezca raro, era mi manera de lidiar con el sentimiento de la tristeza, era mi pequeña explicación que me consolaba ante la separación inevitable y real. (Y también un atisbo de egoísmo: esa persona no continuaba una existencia alejada de mí)
Es un juego simbólico o una historia presentable ante el dolor de la ausencia, y funcionaba siempre como elaboración, y con la alegría secreta de una resucitación del querido. En plena frontera, era mi fantasía de defensa ante la otra frontera insondable y oscura de dolor por la pérdida.
He tenido unos días maravillosos de encuentros, nos hemos reunido mis hermanos y mi padre aquí en la ciudad, con una preciosa boda de fondo.
Ayer ha sido nuevamente un día de aeropuerto, y he vuelto a ser niña que despide, con fotos y deseos, con abrazos y sonrisas, y con pequeñas fantasías que me sostengan hasta la próxima vez.
A lo mejor también las fronteras siempre son las mismas.


*Foto: Una de las fronteras de México

martes, 22 de julio de 2008

Amor de Transferencia (II)


En la intimidad del consultorio del psicoanalista este aislamiento de dos, los secretos confesados por uno, la escucha atenta del otro, la creencia en el alivio, la invitación, en ocasiones, a recostarse en un diván… es, más que teatral, una situación que por sí misma revela el engaño del amor.
El descubrimiento de un sentimiento amoroso del paciente hacia el analista, que nacía casi al inicio de los tratamientos, fue una sorpresa para Freud. Este amor sucede sin que se haga mucho en ese sentido, pues (adiós ilusiones), poco importa la gracia o atractivo de la persona del analista, este es un amor incondicional, “que prescinde de todo”.
Cuando alguien acude a consulta porque quiere que se le desembarace de su malestar y recibe la relajante conminación: “Diga Ud. todo lo que le viene a la mente sin ejercer ninguna crítica sobre lo que dice”, se dan, con mayor o menor intensidad, ciertas consecuencias lógicas.
Primera suposición de saber: El analista sabe acerca de lo que me pasa; Segunda suposición de saber: Eso de lo que me quejo, mi síntoma, quiere decir algo, encierra un saber a descifrarse.
Esta condición (supuesta al analista) de “intérprete” del sentido inconsciente del malestar, está en los cimientos del surgimiento de un amor, de un enamoramiento, que fue llamado en la clínica “amor de transferencia”. En un giro del más puro estilo freudiano, se traduce en que el paciente transfiere a la persona del analista aquellos sentimientos que dirigía hacia sus padres y demás personas de su infancia.
Pero el amor, a la vez que lanza el trabajo en análisis, es también obstáculo… demasiadas ganas de agradar, demasiadas ganas de decir todo de la buena manera para ser amado, a su vez, por quien es objeto de amor…
Sólo la infatuación de un mal analista pudiera torcer el buen destino de este amor, y equivocarse al condescender a amar, en fatal reciprocidad, a su paciente…
Raro amor…
*Foto: El diván del consultorio de Freud

lunes, 21 de julio de 2008

Amor y transferencia (I)


Aún cuando hablar o intentar hacerle un cerco al amor en un solo concepto es un acto de imprudente soberbia, estoy convencida de que cada quien tiene su menuda manera de decir algo sobre él.
Como si el amor fuera una figurilla maleable que el cincel de miles de historias, poesías, canciones, encuentros, miradas, sufrimientos, esperas, besos y ternura, ha esculpido privadamente para cada uno de nosotros.

Y casi nunca es ni armonioso, ni apacible.

Amar a alguien pudiera tratarse, aparentemente, de esta sencillez: una falta o carencia del lado de quien ama (el amante) en comparación con el ser amado que, supuestamente (a veces sin saberlo) es portador de una valiosa joya que se desea o anhela, que él mismo es.
Lo que se ama en alguien, concierne íntimamente.


*Psiqué reanimada por el beso del Amor. Museo del Louvre

jueves, 17 de julio de 2008

El psicoanálisis y La mujer, que no existe


Este cuadro de la pintora Remedios Varo, de título Mujer saliendo del psicoanalista, hace muchos años que me acompaña. Primero fue un regalo obvio, luego pasó a ser agrandado y enmarcado para la sala de mi casa, y finalmente, está aquí, en mi consultorio en México, junto a libros e historiales clínicos.
A mi me gusta el ademán pausado de lanzar la figura del padre, de las caídas de las máscaras, la pequeña cesta que todavía conserva con hilos y reloj, el cabello que flota como pensamientos tan gris como el padre mismo… la circularidad de toda la escena…
Y el propio título puede aludir, no sólo al término de una sesión, sino también a la salida de todo el tratamiento del análisis, a un fin.
Para Freud quedó como un enigma el tema de la feminidad, es decir, confesó al final de su vida que no sabía lo que quiere una mujer. Después de esfuerzos denodados por una teorización acerca de la posición femenina, la salida del Edipo para la niña, el cambio de la zona erógena del clítoris a la vagina, el amor hacia el padre de quien la niña podría esperar (simbólicamente) un verdadero pene o un hijo (su equivalente), y habiendo llegado hasta el impasse final para la mujer en el fin de análisis (la envidia del pene)… de todos modos, Freud no pudo dilucidar la incógnita femenina.
En una de esas continuidades asombrosas entre ambas enseñanzas, Lacan, que vino más tarde, enfoca el asunto desde otra perspectiva, descolocando la cuestión misma, proponiendo que de lo que se trata es que las mujeres no podrían medirse con el mismo rasero fálico con el que se mide a los hombres.
Para la mujer, según Lacan, estaría, además del goce fálico, un goce diferente, un más allá inexplicable, que no es contable, que es “sin medida”, que no pertenece al mundo simbolizable, que no se compara al falo. Se diría, entonces, que la mujer es no-toda fálica, es “no-toda”. Aquí el concepto lacaniano concurrente y con el que pretendió explicar a la mujer fue sencillo: La mujer no existe, convirtiéndose ésta en una de las frases más célebres de todo su legado como psicoanalista.
La mujer no existe, quiere decir que no es posible agrupar a las mujeres en un universal (La Mujer) que las englobe a todas. Ellas son, “una por una”, sin armar un conjunto. Y todo fue más lejos, con otra frase parecida y lapidaria: La relación sexual no existe, sólo existen relaciones sexuales. Pero ya esto último, lo explicaré en otra ocasión.

Sí… pero hay algo que Freud nos adelantó con relación a las mujeres: el giro del Edipo en la pequeña niña: salir de amar a la madre (amor común para ambos sexos) e ir hacia el padre, hace que se mantenga para siempre la misma carga inconsciente de hostilidad y odio hacia su progenitora. También conserva, casi intacta, una demanda eterna de algo que nunca vendrá a redimirle…

Después, es sabido: “las malas relaciones con la madre las hereda el marido”.

lunes, 14 de julio de 2008

La voz


He vuelto a escuchar con emoción la voz de alguien que fue muy querido por mí. Más que emoción, me embargó un estrago total cuando sentí su voz, con toda la fuerza de su sonido, con todo el candor armonioso de su timbre masculino. Así, sólo escuchando lo más hueco de su decir, lo más vaciado de todo sentido en frases y palabras, su voz pura quedaba ahí, poderosa en sí misma, provocando, lacerando, iluminándolo todo.
La voz, no en su versión articulada o cantada, tiene un estatuto particular en psicoanálisis. Es la voz equiparada al objeto, según lo teorizó Lacan, tanto como las otras cuatro versiones del objeto en psicoanálisis: oral, anal, fálico y la mirada. (El objeto a, para decirlo bastante sencillamente, aunque advierto que desde Lacan es todo un desarrollo de conceptos en sí mismo, sería aquello que, siendo borde en el cuerpo o en lo real, puede representarlo en su versión de sentido articulado en lenguaje, y tiene que ver con el objeto de deseo del sujeto en su vida)
La voz, para que se comprenda en esta otra dimensión, habría que tomarla como áfona, sin sonoridad alguna, es decir, en su esencia de…silencio y vacío. Es, posiblemente, como la voz del pensamiento, como un concepto alejado de toda función comunicativa o de llamado al sentido.
Es necesario saber bien esta distinción, mayormente cuando nos ocupamos de los sujetos psicóticos, quienes refieren muy llanamente esta cualidad de la voz en los fenómenos alucinatorios auditivos. Allí aparece descarnada, sin necesidad de ser articulada y tiene una índole más severa, conminativa y devastadora para la persona que sufre. Los psicóticos demuestran (y lo padecen) que la voz es independiente del acceso que se tenga a ella por algún sentido de la percepción, porque no hay que escucharla articulada para saber que está ahí en toda su presencia.
Hay muchos modos de erigirle monumentos a este objeto voz en la cultura actual, y toda la industria de la música, de la grabación de las voces, su reproducción, son todas maneras que cultivamos, a partir de este objeto, para hacer un sonido comprensible, ordenado, descifrable acaso.
Tan así, que todas las palabras de este mundo, lo que hablamos, lo que cantamos, toda ésta realidad que nosotros nos explicamos a través del lenguaje, tratan de urdir un sentido sobre ese vacío esencial que no se entiende, que no se simboliza. La voz, según lo visto hasta aquí, sería una de las modalidades de esa hiancia, que habría que apresurarse a rellenar de sentido. Con las palabras, claro.
Pero hay cada voces…
*Fotos de mi hermana L.

sábado, 12 de julio de 2008

Depresión


¡Sola en casa!
La familia de vacaciones y yo, pues…aquí, trabajando… Quizás con un poco de tristeza esté yo en mejor disposición para tratar el tema de la depresión.
Pero no trataré aquí de la depresión en su acepción vulgar, con la que se llama a cualquier sentimiento impreciso, vago, que nos acongoja comúnmente ante la menor caída de ánimo. (Un día jugaremos más con el lenguaje, porque torciéndolo se encuentra placer, y un poco de oído de psicoanalista) (Por ahora, y para seguir desobedeciéndome: Uno dice depresión y acuden en tropel muchísimas cosas: entidades clínicas, sensaciones vagas de malestar existencial, descalabros económicos, severas melancolías patológicas, medicamentos antidepresivos, y si digo De-presión, ¡ah!)
Las sinuosidades anímicas, un día bien, otro mejor, otro malísimo, después regular, nos revelan lo más humano que nos define: que no somos, por suerte, artefactos diseñados con un funcionamiento feliz y constante. La vida está compuesta también de separaciones, de infortunios, y está por supuesto sujeta a pérdidas.
La tristeza asociada a los estados de duelo por haber perdido a una persona, un lugar, un objeto, ilustra en la vida que aquello que perdimos no es fácil de sustituir por otro, que este proceso lleva un tiempo (llamado elaboración del duelo); y posee la belleza contradictoria de que habrá que volver a simbolizar aquello que verdaderamente se perdió con lo ido.
Pero hoy en día la depresión está de moda, y casi parece una epidemia de la humanidad (esto va de la mano con el alza del consumo de fármacos antidepresivos, pero esa es otra historia). Así, la noción clínica saltó al uso desmedido de médicos y pacientes, dándole sentido, etiqueta y remedio a todo estado de tristeza, en sus diferentes gradaciones.
La depresión clínica circunscribe más un padecimiento profundamente doloroso con el cese de todo interés por el mundo, con una inhibición de toda la actividad de la persona, con ese retiro del amor hacia casi todo en general.
Muy severa, la Melancolía, (¡oh, no aquella canción!) fue aislada como entidad patológica por la psiquiatría desde fines del S.XIX. La melancolía es una grave patología de la tristeza, que añade también la extraordinaria disminución del amor propio, cierta “indignidad” que siente el paciente hacia sí mismo, junto a la necesidad de castigo. Conlleva, desgraciadamente, el mayor riesgo de suicidio.
La soledad puede inclinar un poco por sí misma hacia la tristeza. A mí, con sólo sentarme, comer sin nadie al lado, no hablarle a nadie, me es fácil deslizarme hasta allí. Se me ocurre que puedo, en cambio, tratar de hacer algo con ella.
*Fotos de mi hermana L.