martes, 5 de agosto de 2008

La seducción


Primero, la creencia en la escena de la seducción. La pequeña había sido seducida por un adulto cariñoso, y sólo una segunda escena similar habría resignificado a la primera como trauma sexual.
No se sostiene. No todas las niñas podrían haber sido seducidas, al menos, no lo suficiente para universalizarlo. Ni existen tantos adultos inclinados a su estatura.
Ella mentía. Mentía, la pobre, a pesar de todo, y siendo lo más sincera posible en su estructura.
Hay que agradecer la decepción de Freud: “Ya no creo más en mi neurótica”, porque justo con el abandono de la teoría de la seducción original se revela que en el psicoanálisis no se trata de un privilegio del principio de realidad, sino de aquél reino de la verdad ficcional de cada uno. El reino de ese modo en que cada quien se defendió de una representación abominable, de presunto contenido sexual, dándose así origen al inconsciente.
Entonces, todo fue una fantasía. Ella imaginó y recreó haber sido seducida cuando niña, y así lentamente se deslizó todo como una realidad convincente, explicativa de todo lo que le estaba pasando con su cuerpo y sus pulsiones. (Un cuento encima del agujero que no se comprende: ah, fui seducida, el otro me desea. Como el Edipo. )
Permanecen las fantasías coaguladas en el tiempo, y van a escenificar una y otra vez la relación que ella establece con su objeto de deseo. Una y otra vez.
La seductora por excelencia, la histérica, huye continuamente cuando es convocada, con tal de salvaguardar la insatisfacción del deseo.
Algo así también pudiera codificar la pantomima histérica: Tú no me hubieras seducido si antes yo no te hubiera, realmente, encontrado.




*Fotos de mi hermana L.

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