martes, 9 de octubre de 2012

Liú. El amor y el goce

Para E., que una vez iluminó para mí este personaje.





 Lacan tiene una frase con relación al tema del amor: “Sólo el amor permite al goce condescender al deseo”, dicta en su Seminario X La Angustia, y que involucra a tres conceptos en interrelación. Hace del amor un mediador entre el goce (autoerótico, del Uno) y el deseo -que tiene que ver con el campo del Otro-.
Las condiciones de elección del objeto de amor, las causas de nuestro deseo y las fijaciones de goce están cristalizadas e interrelacionadas entre sí para cada uno de nosotros de una manera particular. Por lo que, cuando se habla de amor, necesariamente se trata también del deseo en ese sujeto, y pueden atisbarse ciertas fijaciones libidinales, de goce, al escoger a éste y no a otro partenaire. Es el amor condicionado por el modo de gozar de cada quien. O también podríamos decir, en el amor está escondido, velado, el objeto a.
El goce (la satisfacción que se procura sólo del Uno -el goce es siempre goce del cuerpo propio-) de alguna manera se enlazará con el Otro, y esto es posible a través del amor, señaló Lacan. El sujeto se ha constituido de manera inicial mediante la operación del significante (del Otro) sobre la Cosa, y de esta operación, que nunca es completa, siempre queda un resto no simbolizable. Lo que no entra en el Otro, lo que del goce no pudo reabsorberse por entero en el Otro, se le llama objeto a… Al sujeto le queda ir a buscar en el Otro el objeto de satisfacción de su propia pulsión, y el amor sería un lazo que permitiría ir del Uno al Otro, esto es, del goce del Uno, a la búsqueda de un objeto de deseo en el campo del Otro, haciendo “condescender”, de este modo, el goce de la satisfacción pulsional al mecanismo del deseo.
Turandot, esa bella ópera de Puccini, pone en juego a tres originales personajes, conmoviéndonos como siempre lo hace el enaltecimiento del amor, el obstáculo que enfrenta la procuración del amado(a), la vicisitud del deseo y el enredo terco que depara toda fijación. La gélida princesa china, Turandot, convirtió su propio cerco de alejamiento del encuentro amoroso en tres enigmas que todo pretendiente debería resolver para desposarla, y aquél que no los descifrara moriría decapitado. Pero Calaf, el príncipe extranjero, en virtud del amor por esta bella y cruel princesa, está dispuesto a someterse al desafío insensato que ha prescrito ella: está decidido a jugarse la vida. Sometido pues, y sin titubeos, ha escogido a esta frívola amada, y con ella se ha adentrado en tal situación en la que apuesta nada menos que su vida… ¿no puede verse aquí cómo las condiciones de amor, y la fijeza del goce, se empalman con lo absoluto, en la terquedad de que de ha de ser ésta mujer y no otra? (Los tres ministros de palacio cantan intentando persuadirle: hay cientos de mujeres, todas tienen dos brazos, dos piernas, y le piden al extranjero que se aleje de ésta y su absurdo desafío).
Y el más delicado de los personajes, Liú, la dulce y enamorada esclava, muestra aún un paso más certero, con el que hace resplandecer el goce mortífero que se juega en su propia elección amorosa: su propia muerte sacrificial. Hay una resolución, determinada por el acto de la pequeña Liú, que trastocará a partir de entonces las actitudes del resto de los personajes: si Liú prefiere -y decide- morir antes que revelar el nombre de su amado príncipe, de aquél que sólo una vez le ha sonreído, está anudando con ello el amor y lo definitivo, en un acto que ejemplariza bien cómo la demanda de amor va más allá de todo límite. (Pero, ¿acaso hay sosiego para esto?).
Es una mujer, Liú, quien puede sostener el acto que hace resonar lo ilimitado del goce en la posición femenina, según las fórmulas de la sexuación: ese goce femenino que busca, si es preciso, darlo todo, a cambio de nada… al que no atenazan barreras fálicas, y sabe su satisfacción, justo, en el más allá de toda medida… Se dice que Puccini, al morir, lo último que escribió fue esta escena de la muerte emblemática de Liú, agregándose luego un final a la ópera, con el triunfo del amor… Pero es su personaje de Liú, me parece, el que es ciertamente paradigmático de la esencia de esta ópera, pues es ella quien posibilita la unión, ella es el lazo mismo, es el hilo de amor que incluso unirá finalmente a Calaf -su amado-, y la princesa Turandot. Y no importa la oscuridad del sacrificio de su muerte -la noche que no tiene alba-: el amor habrá vencido.
 II.- Nessun dorma
 El amor, es una suplencia, uno de los nombres (¿no se trataba también de la revelación de un nombre al final de la ópera?) del gesto que mueve del adormilamiento del goce Uno a los caminos insaciables del deseo del Otro.

jueves, 8 de diciembre de 2011

Yo es otro


La frase es del poeta Rimbaud, y puede tomarse para dar cuenta de la profunda extrañeza del hombre ante sí mismo.
La excentricidad radical del sujeto con respecto al individuo, es la clave de lo que la teoría psicoanalítica ofreció al pensamiento moderno: no hay transparencia respecto de sí mismo, hay algo, otra cosa, que habla cuando yo no quiere, que asalta continuamente la redondez de la propia creencia en lo que se es, que molesta, que se equivoca, que revela facetas insospechadas, y que se hace sentir, a pesar y, a través, de todo lo que Yo piensa.
Freud desató tal tornado con respecto al estudio de la subjetividad: que el núcleo de nuestro ser no coincide con el Yo, que el sujeto no es exactamente quien dice serlo. Y que, desde su primigenia constitución, este asunto de la primera identificación en la vida, cuando nos identificamos con nuestro propio Yo, lleva la marca de la alteridad del otro.
Se arrebata la imagen del otro (estadio del espejo) y se hace propia, se hace Yo, justo para desconocerse allí como sujeto del inconsciente. El Yo tiene entonces una función imaginaria, pues es auxiliadora ante la punzada de lo real de la propia fragmentación, y sólo el recorrido del análisis le permitirá acercarse a esta raíz: allí donde se puede tocar su verdadero fin, que es “la subjetivación de la muerte”, dice Lacan.
Una experiencia de análisis personal se juega en sentido inverso a este mecanismo identificatorio mediante el cual, en su momento, huimos de la castración. En el consultorio, el paulatino trabajo con un analista consistirá, esencialmente en la des-identificación. Que pueda advenir, al lugar del desconocimiento que es el Yo, el sujeto del inconsciente, según la traducción lacaniana del acometido que Freud proponía para el análisis: Wo Es war, soll Ich werden.
Yo es otro, dijo Rimbaud haciendo estallar las reglas gramaticales. Yo es otro que no soy yo mismo, yo es otro en el que me desconozco, yo es otro que piensa por mí, yo es otro del que era, yo es…


E.

lunes, 24 de mayo de 2010

Cartas Ave


Pie y ala
Siempre he sucumbido con muy buen ánimo al letargo, a que las horas pasen y se entretengan conmigo, a que luego me aparten sin nada de prisa, dejándome de nuevo en mi esquina apacible. En otras épocas, incluso, yo también creía en la exaltación y en el deber (a veces confundidos entre sí, en el colmo de alguna tarea exagerada) pero sólo intentaba el recorrido para comprobar la futilidad de estos espejismos.
La quietud de un banco, las piernas descansadas, la no-importa-quién compañía para escucharme decir cualquier cosa. La risa, todo un estampido gozoso al hacer caer otro dios más. Siempre supe que el abismo estaba ahí, a un paso mío ineludible. Me seguía entreteniendo mucho mi afán de hundirme, de no ser nada, de autodestruirme, y de avanzar ya… tal vez volar.


Proximidades
Yo también lo veía, claro está. Reconocí enseguida, con una sagacidad tramposa, que hubo otra época en la que el tiempo de exposición de su cara en mi retina había durado más que unos pocos minutos. Pero, viéndolo avanzar hacia mí, y habiendo ya perdido el camino del por qué, del quién era ese, en qué fecha estuvimos frente a frente, sólo pude tantear en el aire algunas cortesías de rigor…
Lo que menos me perdonaba en ese instante era la sacrílega confusión de no distinguir bien si había recibido a ese hombre en consulta, o si me había acostado con él en alguna de las noches más turbulentas de aquellos años míos. Lo miré otra vez y sus ojos insistían en destellar. La medio sonrisa que esbozaba ahora terminó al fin por convencerme: no sería fácil adivinar tan rápido al ser y su circunstancia.
Y ese caro amor, la Transferencia, que en consulta Eros teje como un halo de deseo hacia el amo-amado-analista, torcía aún más mi camino mental de desciframiento, pues… ¿acaso no es amor, también, la transferencia? Ya sin remedio, me rendí ante la duda de si lo había recostado en mi diván o en mi inmensa cama.
Creo que me comporté a la altura de mi perplejidad: le sonreí sosteniéndole mi mirada, también encendida, y esperé así su más ágil y primera reacción. Y entonces habló. Por fin escuché que todavía se cuidaba de sus propias palabras ante mí. Hablaba con toda la delicadeza y el sometimiento de aquél que sí conservó su amor intacto y que no lo exorcizó gastándolo en jadeos y sudores hasta hacerlo morir. Él seguía moviendo sus manos suavemente, aireando su eterno Quiero pero no puedo. Y así, tal como en aquellas sesiones en que yacía recostado de espaldas a mi ¿tantas fueron?, siguió moderando con entonación épica su relato, ¿el mismo aún?, sin permitirse el encuentro con mi mirada. Me dijo al despedirse, como si se sintiera obligado, Sólo una vez más volví a sufrir de aquel terror, pero fue en un sueño, en realidad nunca más ha reaparecido.
Pero yo no recordaba nada en absoluto de su vida, ni su nombre siquiera. Y hacía muchos años que yo me dedicaba ya a otra profesión.


Le TGV
Sólo pensaba en él. Cada mañana me levantaba con la feroz convicción de que esta vez sí iba a perderlo de verdad. Sólo un té, por favor, Un croissant, un café? Non, merci, j’ai peur de rater mon… Una sonrisa basta, es sabido que nadie escucha los finales, y las frases se quedan así, abiertas y desamparadas, con sus últimos vagones sobreentendidos.
El tren no espera, me ha advertido Véronique, debes estar a tiempo para abordarlo. La prisa entonces se me desliza en reto, y toda mi dignidad se medirá como triunfo de ser una viajera puntual. Pasillos, estaciones, Paris continua sin pausa su agitada vida también en el submundo. Sigo corriendo, mis zapatos apurados se acompasan muy bien entre los tumultos de abrigos que avanzan. En un instante, la cojera de alguien perturba ese ritmo compartido y me hace volver en mí. ¿Y qué era yo ahí? ¿Eh? Mi reloj. Yo no era más que eso, algunos minutos engastados en un cuerpo que ya esperara tranquilo en el andén. ¿Lo lograré? ¿Habré sido buena?
El tren llega, justo y brillante, como esperado… Ni me acoge ni me esquiva, Su Inmensidad acerada. ¿Qué me forzaba a estar tantas veces ahí, parada ante Él, cumplidamente a tiempo, anhelando todavía su consentimiento?


Ave de paso
Soy el ave, un ave tartamuda de quien nadie quiere saber. Me escondo feliz entre los paisajes más concurridos, allí en el que todos saben cómo conversar y caminar entre la gente. Al descubierto estará siempre lo que se puede decir. En la intimidad, precioso amor mío, aparece nocturno lo intangible, sin ser llamado, mordiéndolo todo, libándose mi sangre, tan poca ya.
Está lloviendo a cántaros, ¿y tantos se han roto por lo mucho que fueron a la fuente, que se nos encima ahora este vendaval?
De nuevo posada en rama vencida, mi plumaje húmedo y desagradable, degusto el eco de la última velada de enajenación: el humano hará un pasaje estrepitoso desde la realidad hasta la virtualidad. Esa será la nueva forma de existencia, ya no tan apresada con la animalidad y la inmediatez de los sentidos, ya no tan obvias su figura y sus vanidades. Allí en lo virtual los límites bordearán nuevas prohibiciones, poco conocidas por ahora. Preocupación intrascendente. Que nada nos empañe el disfrute entusiasta de esta novedosa transmutación. Alguien, retrógrado, sostendrá la primacía de los tocamientos reales, de la urgencia de escuchar la voz y el aliento caliente al oído, de una imposible sustitución. Pero será vencido cuando todos le demos solamente crédito al hecho y al sentimiento publicado en el éter. Nada podrá detenernos esta gracia ilusoria en la que lo privado destella, amor mío, haciéndose ya de todos y pudiendo ser más y más amados.
Yo también, el ave, volaré lentamente al otro lado, y ni yo misma alcanzaré a escuchar mi trino ronco.


Y no es cierto que ha sido publicado por Verónica, E.

martes, 22 de septiembre de 2009

Narciso (I)


Debo hablar en una conferencia sobre el narcisismo próximamente. Es un tema que trato de elaborar poco a poco, y pondré a la consideración de uds (críticas e ideas) cada vez que encuentre (o tropiece con) algo interesante ¿hablamos de… narcisismo?
Para empezar, un poco del mito de Narciso, así como me ha complacido leerlo en el Libro Tercero de las Metamorfosis, de Ovidio.
Se nos dice que la madre de Narciso, la ninfa Liríope (¿no es ya así muy poética su entrada en el mundo?) en el momento del nacimiento del bello niño, consulta y escucha la fatalidad que anuncia que Narciso sólo podrá llegar a la vejez “Si a sí no se conociera…”
Conocerse entonces equivaldría aquí a la muerte. Pero, ¿de qué conocimiento sobre sí mismo se trata? ¿Del que nos es accesible, lo medianamente transparente del Yo, o de aquél otro, esquivo, que se nos escurre siempre y del que nada queremos saber?
El primer nudo a deshacer estaría entonces entre el conocerse (el saber) y la muerte.
La dualidad, que se asoma ya como siendo el eje de este mito tan bien armado, se presenta más claramente con un encuentro amoroso.
Unos quince años después, otra ninfa, enamorada quedó al ver la hermosura del adolescente, es la resonante Eco… (la que no ha aprendido a callar ante quien habla, ni tampoco a hablar ella primero) Ella lo contempla extasiada, y del intercambio sólo sonoro entrecruzado por los jóvenes en el bosque, surgirá todo el malentendido que inaugura el deseo. “Ven aquí, reunámonos”, llama Narciso, intrigado por Eco, “Unámonos” responde ella. Y él la rechaza: “Antes morir que abandonarme a ti” “Abandonarme a ti” repite la ninfa llorando. ¿No está aquí también, para Narciso, el embeleso que una imagen suya (sus propias palabras) le provoca, relanzada así por su desconocida partenaire?
Otro nudo, el de espejo y deseo, surge aquí con esta ilusión del doble que en Narciso se insinúa con la repetición de su voz en eco.
Pero Narciso no quiere abrazos…Muchos jóvenes a él, muchas muchachas lo desearon. Pero -hubo en su tierna hermosura tan dura soberbia- ninguno a él, de los jóvenes, ninguna lo conmovió, de las muchachas.
Y el hermoso va hacia el espejo inseguro de las aguas, se mira extasiado a sí mismo por primera vez y enloquece de amor ante su imagen en el agua.
El juego de insuflar en otros el deseo y no dejarse abrazar llega aquí a su fin, y destino. Por un lado, la detención es brusca: se ama por primera vez a alguien; y se sufre. Por el otro, el amado es uno mismo y (hay que oír que la queja de Narciso es sublime: Lo que deseo conmigo está. El objeto amado no se desprende, pero a la misma vez no se podrá asir) Es el arrebato por la belleza:
Cuántas veces, inútiles, dio besos al falaz manantial
En mitad de ellas visto, cuántas veces sus brazos que coger intentaban
su cuello sumergió en las aguas, y no se atrapó en ellas

La pasión de amarse a sí mismo es dolorosa. Es una trampa haber hallado ¡por fin! lo idéntico… y tal ardor le llevará sin remedio a la muerte. La superficie del agua, como espejo, el precioso límite que no se puede traspasar, se transgrede y muere así Narciso ahogado.
Hay quienes le perfuman adjudicándole una inocencia sin responsabilidad alguna en su suerte: Narciso no se ha enamorado de sí mismo, sino de la hermosa imagen (otra) que, nunca antes vista, ha hecho nacer en él el amor. Y en este camino encontramos que la imagen amada es propia pero a la vez ajena.
De esta apropiación súbita de la imagen del otro vendría a tomar energía y forma esa organización que devendrá el Yo, decía Lacan. Es decir, del otro viene la posibilidad de la identificación con la imagen de sí, pero esto incluye en su tejido, a la pulsión de muerte que se manifiesta en la agresividad ante el semejante. La (hegeliana) lucha a muerte: o el otro o yo...
Deseo y muerte, es el último nudo que será obligado desatar. Otro mito, aquél de Edipo, vendrá en nuestro auxilio a esclarecerlo. Traerá el tercer elemento a esta dualidad.

*Narciso, Caravaggio (1600)
**Metamorfosis, Ovidio, Libro Tercero

miércoles, 16 de septiembre de 2009

Wish you were here

... Y esto, como se dice en la tradición de mi familia, Esto no significa nada...

viernes, 4 de septiembre de 2009

monjes y psicoanálisis


Me ha fascinado una historia increíble de aplicación del psicoanálisis dentro de un convento. Ocurrió aquí, en México, muy cerca de la ciudad de Cuernavaca, en los años sesenta.
El padre Gregorio Lemercier nacido y ordenado en Bélgica, llegó a México en la década del ’40, y en 1950 funda el monasterio benedictino de Santa María de la Resurrección en Ahuacatitlán, estado de Morelos.
Un episodio de alucinación propio sorprendió un día de 1960 a Lemercier, siendo ya prior de este monasterio, y a la mañana siguiente decidió solicitar ayuda médica. Este es el comienzo de su tratamiento de psicoanálisis individual con el Dr. Gustavo Quevedo. Unos meses más tarde, comprendió que el psicoanálisis, como terapia grupal, podría ser útil para los monjes de su monasterio y dio inicio así a esta insólita práctica dentro de los predios de una institución religiosa.
La experiencia de aplicar el psicoanálisis para los miembros de una comunidad tan cerrada como la conformada por los monjes de un convento, tenía la primigenia intención del prior Lemercier de “depurar la fe”, de despejar la verdadera y auténtica vocación que había llevado hasta allí a cada monje, extirpándole toda la hojarasca de debilidades, apetitos de poder, neurosis, homosexualidad, psicosis o perversiones… era el afán de que ellos empezaran a vivir una religión bien entendida.
Imagino por un instante las sesiones de psicoanálisis grupal de aquéllos veinticuatro monjes del convento, conducidas por los doctores G. Quevedo y la argentina Frida Zmud. Cuán difícil debió haber sido en ocasiones, para sus jóvenes participantes, esta encomienda a la expresión, a tomar la palabra para hablar de sí ante todos. Eran sesiones en las que se debatían, también entremezclados, los asuntos personales y los de la institución religiosa, la fe, el temblor, lo poco que cada quien ya hubiera atrapado de uno mismo, las dependencias afectivas, la vocación escogida, la convivencia de todos.
El sendero que se abría entonces era muy novedoso dentro de la ortodoxia del discurso religioso de la época que, sólo muy recientemente había dado, por ejemplo, el paso de celebrar sus misas en español. Pareciera como si se hubiera podido suspender en el tiempo una única vía de acceso a la verdad, aireándose otra, esta vez traviesamente médica, nueva, subversiva, incisiva sin recurrir a los fuegos del castigo.
El Vaticano decidió pronto tomar cartas en el asunto. Temeroso además, de abrirle cualquier puerta a los cuestionamientos de método o pensamiento arcaicos de su dogma, condenó a Lemercier a abandonar el convento y a que quedara eliminada la teoría o la práctica del psicoanálisis en el monasterio, so pena de suspensión definitiva.
Después de apelaciones ante el papa, sucesivas visitas de eclesiásticos a Cuernavaca, sanciones y regresos, Lemercier finalmente, en 1967, ya determinado, se reúne con sus monjes. Ante la disyuntiva de abandonar el psicoanálisis o la renuncia a los votos de la iglesia, el prior y 21 de los veinticuatro monjes toman la decisión colectiva de separarse del sacerdocio y de la vida como religiosos. El convento se clausura.
Fundan entonces el Centro de Psicoanálisis Emaús, ofreciendo un hogar y terapia psicoanalítica para jóvenes con diversos desórdenes, sin importar su religión o clase social.
Con su nueva vida laica (se añade en las biografías) Lemercier conoció a Graciela Rumayor, con quien se casó. El Centro Emaús estuvo en funcionamiento hasta aproximadamente 1979-80.
Pienso que algunas tempestades hacen estallar entre sí a los diversos discursos que pretenden explicar el alma humana. No es asombroso hoy en día que muchos se trasvasen, se contaminen, se agranden y que acaben por desprender, poco a poco, aquello que de verdad no sirve para nada.

*A la Sra Vicky, que me habló por primera vez de la historia, sentadas a la orilla de este mar.

viernes, 28 de agosto de 2009

Saber su lugar


“No sé qué hacer con ellos, me han acompañado tanto, me han servido, y que yo los tire así, a la basura… No puedo. Mi gran dilema ahora es dónde dejarlos.”
No puede separarse fácilmente de este objeto, unos espejuelos de gran aumento, inservibles ya luego de su reciente operación. Cuatro días llevan ellos todavía arropados en su bolso, y no se ha decidido hasta el momento por un lugar donde abandonarlos. Como si ningún ataúd fuera apropiado para rendirle la eternidad que merecen, tras largos años de servicio.
Mientras articulaba su homenaje, el dolor de tal desprendimiento y la incertidumbre de su destino, hizo ademán de ponerlos sobre mi escritorio, pero rápidamente los regresó a su regazo. Allí se estuvieron, muy atentos, durante toda la sesión.