viernes, 27 de febrero de 2009

De semblantes


Mi propia abuela, una bonita catalana que murió de cien años, toda su vida endiosó el enorme poder que tenía el semblante, el “como si”. Y le dio buen resultado: muchos años antes de morir y habiendo perdido casi por completo el raciocinio, tejía complicados artilugios en las reuniones sociales, utilizaba expresiones corteses, huecas pero coloridas, deslizaba una pregunta infalible allí, apelaba a parcelas comunes y convenidas en cualquier relación humana, en fin, que así impresionaba mucho a los desconocidos, que jamás hubieran creído que hacía rato ella ni tenía ya la menor idea de quién era ella misma. Poseía todo un mecanismo vacío, bien instalado, que funcionaba casi solo, casi automático, y donde el sujeto mismo estaba escurrido de la ecuación. El semblante, ahí, lo era todo.
No me enfoco en escenas más manidas en las que el semblante cubre ciertas conveniencias sociales y de rigor elemental. Pero sabemos también que la sociedad edifica los modelos que, como referentes, nos servirán siempre para orientarnos socialmente. Qué es ser hombre, ser mujer, tal conducta provocativa, lo buena que quiero mostrarme, cómo parecer invulnerable, en fin, todo el ilusorio universo de los semblantes.
Y el semblante nos conduce a lo engañoso que es siempre el mundo del significante, de la imagen y la palabra que han tratado de ponerse allí en lugar de lo inefable, de lo incómodo, de lo real. Es una ficción que da sentido a eso que no lo tiene.
Pero el semblante es una categoría psicoanalítica cuya relevancia puede abrirse en dos dimensiones, ya sea viéndose desde el lugar que ocupa el analista en la cura, o bien ya sea cuando se apunta durante el trabajo de análisis a la caída paulatina de esas máscaras con las que el sujeto se presenta. Digamos que el acto analítico intenta desgarrar tales velos para que advenga, nítida, esa propia relación que guarda el sujeto con su máscara, con su Yo. Quizás, una vez franqueados los semblantes, pudiera accederse a algo verdadero…
De este otro lado, en la dirección de una cura psicoanalítica, el semblante cobra un poder inigualable, porque (y aquí no tengo que sentir falsas vergüenzas) el engaño tiene un estatuto central en la postura del analista. Él hará semblante para éste paciente en particular, se ofrecerá a sí mismo para relanzar continuamente el diálogo del sujeto con su inconsciente, adoptará tal actitud, se reirá (o bostezará) en determinados momentos del discurso que trae el sujeto, será enérgico o pelele calculadamente… en suma, el analista se vaciará de sí para sostener un semblante consecuente con la subjetividad de su paciente. De esto, fundamentalmente, se ha tratado toda su formación como analista.
Ciertamente, somos presas de los semblantes, pues no hay otro modo que vivir en ellos.
Entonces, cuando un análisis ha avanzado bastante en el camino de tal decadencia y caída de casi todos los semblantes, ¿qué queda, al final, habiéndolos podido así reducir al mínimo?
Parecer ser, pues, que al futuro analista le queda la posibilidad de saber utilizar esos semblantes, de consentir intencionalmente a creer en ellos, y portar la máscara. Pero ya está advertido… son sólo eso: nada más que semblantes.

viernes, 20 de febrero de 2009

Las puertas de Sylvie


La madre, no sabiendo bien cuándo quedó embarazada, se consolaba con la sentencia médica sobre el incierto fin de ese estado, que ya le deformaba su cuerpo.
No obstante, nació. Y la espera había servido también para condenarla, con el nombre escogido: Sylvie (s’il vit), si vive. Era una niña menuda, y muy pronto levantó sospechas acerca de una posible sordera, y por supuesto, de retrasada mental. Autismo, autismo, qué nombre tan raro ese.
Pero yo oía perfectamente, a todos, sin poder remediarlo. Hay que cerrar las puertas, ¡que no quede una abierta! Cerrar, cerrar.
Como cada mañana desde que me trajeron a vivir aquí, entró Ella. La reconozco sin que aún haya entrado en la habitación. Puedo sentir su perfume que se acerca, es una mezcla suave de vainilla y musgo. Siempre llega silenciosamente, cerrando conmigo todas las puertas que vemos abiertas. Se sienta, lee o dibuja y puede dirigirse a mí también haciendo gestos con sus manos. Ella es como una puerta cerrada, alivia.
No es difícil de comprender, cualquier hendija, con su filo de luz, me destroza. Hay que cerrar puertas, gavetas, armarios, ventanillas… no debe existir nada abierto.
Todo lo que pueda abrirse y cerrarse tiene que permanecer cerrado. Una puerta cerrada sirve para que nadie (ni nada) entre o salga. Las puertas abanican la posibilidad de que existan dos lugares: adentro, afuera…
Pero sobre todo, escucha lo que digo, si la cierro, tal abertura no me llama hacia el infinito… hace que yo misma no me desborde sin contención alguna. Clack.
Y ahí está todo mi consuelo, que exista al menos una puerta que yo pueda cerrar.



*Las puertas del Infierno, Auguste Rodin

viernes, 13 de febrero de 2009

Esquizofrenia divertida


(Pensé no venir más, y dejarla morir poco a poco, a Verónica. Se iría quedando sola lentamente y desaparecería. Pero he aquí que anoche viene y me dice que se le ha ocurrido esto, y le dije: Será una única oportunidad, tendrás que aprovecharla bien. Y me confesó que tenía problemas de interlocutor. A mi no me importaban mucho sus dificultades, no obstante me hizo leer todo lo que ella le había escrito a la hermana L., cuyas fotos y opinión adora.
Entonces imploró que leyera de nuevo, una segunda vez su historia. Y... tuve que publicárselo)

Hermanamiento:
1.- ¿Si te digo que no seguiré este blog? 2.- No quiero, pero ves que me debato domando, por ejemplo, un post tras otro. De los siempre vistos, se comentan todos. Tres, siento: son tremendos esos parrafones de Psicoanálisis, chica. Fíjate, ¡enloquece a cualquiera! Dará igual el caso. Es que está mal amarrado, sólo dejo de ser yo. Lo quito entonces. Va lento, pero morirá, ¿ves?
Es (sin ser ocaso) luz e innovador remedio.

De la tontuela y neológica.




Hermana:
Miento si te digo que no seguiré este blog. No. Quiero, pero ¿ves? ¡que me deba todo!!! Mando, por ejemplo: ¡un post! Trazo otro de los cien previstos. Se comen tanto dos, trescientos… son tremendos esos parrafones de psicoanálisis, chica. Fíjate en lo que sea, cualquiera dará igual. El caso es que está mal amar a dos: o lo dejo de serio o lo quito. Entonces: vale en todo, pero, morir a veces (sincero caso) luce innovador remedio.
De…



*Foto de mi hermana L., Por lo de las cabras y eso...

domingo, 8 de febrero de 2009

Lo bello, un poco de muerte


La proposición un poco de… puede sonar irreal tratándose de la muerte, pues siendo ésta tan absoluta, no admite, propiamente hablando, un más o un menos de ella, sino que la muerte es. Digamos que tiene así carácter apofántico, porque con ella no hay modulaciones o regodeos: ella sucede o no.
Sin embargo, ¿por qué pueden inquietarnos tanto aquellas experiencias puntuales en nuestra vida donde se cuela ese hálito enrarecido, la sombra de lo siniestro: la Muerte misma como símbolo, y mezclada con aquel otro, no menos inquietante aún: el de la Belleza?
He visto recientemente la breve danza La muerte del cisne y me ha conmovido más allá de lo esperado, incluso de lo ya conocido. Puede que no sea esta la mejor ilustración del delicado enlace de la muerte y la belleza, pero siempre me ha parecido allí muy sublime, y tierna, la agonía del cisne. Y esa música… Como si también en esta muerte bella se hubiera podido fijar artísticamente algo de lo que nos cautiva mucho en el horror.
La estética, la filosofía, la literatura y el psicoanálisis, entre otros, se han esforzado en describir esa vivencia del espectador en la que una belleza inconmensurable le provoca por un instante cierta angustia de muerte… Es el llamado “desgarro” que padece el sujeto ante lo sublime, esa quiebra momentánea de sus relaciones “habituales” con el mundo.
El psicoanálisis, desde Lacan, ha abordado lo bello en la dimensión de la ética misma, en tanto la belleza sería una de las barreras con la que intentamos protegernos de la Cosa, de lo real. Sería uno de los últimos velos que ocultan lo que no es nada bonito: aquello que nos apunta hacia la propia castración. Y así, siendo una de las fronteras ante el abismo, lo sublime también nos paraliza porque nos hace llegar el resplandor de lo inefable, del más allá del abismo que está a sólo un paso.
Pienso que la belleza regala la quietud de una armonía casi divina, nos subyuga con la embriaguez de la buena forma, de la imagen serena. Como si en esa ilusión infinita, al espectador de repente le hurtaran (le ahorraran) el agujero temido, la falta esencial de la que nada queremos saber.
Lo bello, ya apuro un fin, tiene esa fuerza que durante un segundo nos puede petrificar, y arrebatarnos el aliento, y detener el pulso, y hacernos palidecer, y casi morir ante la imagen… Es una suerte que tal contemplación no sea eterna.

* y el tema de la muerte… siempre conduce forzosamente a una despedida.

*Anna Pávlova, La muerte del cisne

martes, 3 de febrero de 2009

El caso es


Ciertamente, es una práctica un poco rara: prescinde de la llamada evidencia objetiva, mensurable. Y esto no quiere decir que el psicoanálisis sea charlatanería. Ni que sea la fe o el cinismo lo que nos mueva a algunas personas a ejercerlo.
La extraterritorialidad del psicoanálisis con respecto a la ciencia marca también la distancia en cuanto al método elegido para dar cuenta del supuesto misterio que envuelve a analista y paciente durante sesiones, durante años.
No será la estadística, enemiga por esencia de toda individualidad, la que clarificará los resultados del psicoanálisis como disciplina. La singularidad de un caso escandaliza demasiado cuando se desborda de la campana, y para el conjunto estadístico, este dato es despreciable, se elimina.
Por tanto, si la ciencia para demostrar su acierto, y las leyes de tal evento, se sirve del experimento, de la posibilidad de repetir la experiencia, de la estadística y de la universalización de los resultados, el psicoanálisis, que se basa precisamente en la atención del caso singular, no va a seguir este mismo camino para poder transmitir los efectos de su práctica sobre un paciente en particular.
Es una tradición en las asociaciones y escuelas psicoanalíticas la responsabilidad que tiene cada analista de dar cuenta, de exponer, acerca de cómo ejerce privadamente en su consultorio. Es un espacio delimitado para esta exposición, pues los casos clínicos no se divulgan públicamente y ante cualquier oído. No constituyen, en sí mismos, relatos novelados para disfrutar, aunque bien comparten con la literatura: estilo, sentimiento y gusto por los buenos cierres. Puede entenderse bien de qué oídos se resguardan entonces las vidas que cuentan los pacientes.
La presentación de un caso clínico se hace ante una comunidad de analistas que comparte experiencias comunes, y que requiere aprender acerca de lo que enseña el caso de otro analista. Lo que ese analista pretende es demostrar cómo ha incidido la aplicación del método psicoanalítico en este caso clínico, y tendrá que formular bien cómo hacer transmisible una experiencia en la que él como analista está inmerso: cómo maniobró con la transferencia, qué intervención le hizo al paciente y que tuvo valor de interpretación, cómo ha podido articular la teoría con la práctica en tal viñeta clínica, qué lógica del inconsciente puede apreciarse allí funcionando, la propia formalidad del síntoma, lo que se repite, qué se puede constatar como modificación con respecto a lo pulsional en este sujeto.
Un analista expone un caso y eso le hace exponerse un poco a sí mismo, develar su “saber-hacer”. ¿Cómo estructuró tal presentación, por qué elegir este caso entre los demás suyos, qué dificultades le ha traído el tratamiento de este sujeto?
Una de mis primeras veces, en mi temprana práctica, escogí para exponer ante los colegas un caso de un niño que recibía, de diagnóstico muy difícil pues parecía tratarse de un autismo infantil. Me esforcé mucho en tal preparación, en hacer una buena estructuración de la teoría allí pero… pocos días antes, mientras le contaba a otra analista sobre mis dificultades con este caso, he ahí que le digo a mi colega este fallido: “Es que mi niño…” La colega sonrió, entendimos que gran parte de mi dificultad se debía al obstáculo de mi acercamiento quizás muy maternal hacia este pequeño paciente.
Eran las torpezas iniciales, mi propio análisis recién comenzado, y la tensión de tener que demostrar con tal exhibición pública lo genuino o no de mi práctica en privado.