viernes, 28 de agosto de 2009

Saber su lugar


“No sé qué hacer con ellos, me han acompañado tanto, me han servido, y que yo los tire así, a la basura… No puedo. Mi gran dilema ahora es dónde dejarlos.”
No puede separarse fácilmente de este objeto, unos espejuelos de gran aumento, inservibles ya luego de su reciente operación. Cuatro días llevan ellos todavía arropados en su bolso, y no se ha decidido hasta el momento por un lugar donde abandonarlos. Como si ningún ataúd fuera apropiado para rendirle la eternidad que merecen, tras largos años de servicio.
Mientras articulaba su homenaje, el dolor de tal desprendimiento y la incertidumbre de su destino, hizo ademán de ponerlos sobre mi escritorio, pero rápidamente los regresó a su regazo. Allí se estuvieron, muy atentos, durante toda la sesión.

martes, 25 de agosto de 2009

Sobre el acting out


Siempre que estudio el concepto psicoanalítico de acting out, algo se me queda como descolocado, como si no pudiera asirlo del todo. Y sospecho que mis dificultades con él vengan de aquel viejo mito que habla de este evento como la prueba de “una metedura de pata” del analista en la cura.
El término acting out, es tomado del inglés por el psicoanálisis, con toda su resonancia teatral. Describe una acción imprevista (o su narración como escena) que ha realizado un paciente, por lo general, en el transcurso de su tratamiento, y que sorprende tanto al analista como a él mismo. Se actúa un incidente, que luego viene a contarse en sesión, como si fuera una escenificación que quiere mostrarle algo al analista. Es también, el fracaso del trabajo de recuerdo que hace el paciente en su análisis: algo se estanca y en lugar de rememorar, el paciente actúa un episodio.
El acting out estaría asociado entonces a los fenómenos de la transferencia. Así, con frecuencia se estima que cuando aparece durante una cura es porque el analista ha cometido un error: ha señalado algo indebidamente al paciente y éste se la devuelve con un acting out. Una intervención del analista en algún momento dado del análisis ha sido apresurada, desmedida o bastante inapropiada, por tocar inconsideradamente la causa del deseo en el sujeto, y pudiera sobrevenir esta “actuación”.
El acontecimiento en sí tiene carácter de exhibición. El sujeto lo cuenta por lo general como algo asombroso, como algo que él hizo sin saber muy bien por qué. Y en esta escena, tan cargada hacia lo visual, queda implicado casi siempre un objeto jugando un rol protagónico. Lacan cita el famoso caso de Kriss, relatándolo así: un individuo que temía mucho ser un plagiario y su analista trata de convencerle de que no lo es, que ese libro que ha escrito es muy original, esto el paciente no lo refuta, pero inexplicablemente sale del consultorio, va a un restaurant y pide un plato de sesos frescos.
Es una especie de mensaje que se le dirige al Otro (al analista, en este caso, quien deberá responsabilizarse por ocupar esa posición) para decirle: “Véalo, no es por ahí la cosa, Ud. no ha interpretado por donde era…”
Toda la escena en el acting out se ha compuesto, inconscientemente, para evitar un monto de angustia. A través de esta pequeña representación el sujeto ha evadido con habilidad (¡el histrionismo del inconsciente!) la enorme angustia que ha podido precipitarse por la intervención del Otro.
Sin embargo, los temidos (por los analistas) acting out durante el tratamiento, advierten e indican que el camino interpretativo seguido en tal caso no debería continuarse. Y que deberían pescarse, con atención, las próximas oportunidades que se presenten para regresar sobre el mensaje que ha traído el acting out a la cura.

sábado, 8 de agosto de 2009

Vestidos y locos. G.G. de Clérambault


Casi con el mismo ímpetu y el mismo proceder, las telas y los enfermos mentales apasionaron a Gaëtan Gatian de Clérambault. El eminente psiquiatra francés, de ascendencia noble y cultura exquisita, es considerado como uno de los grandes del período “de las enfermedades mentales” (segunda mitad del S XIX y primera del XX). Es, además, a quien Lacan reconoció como su “único maestro en psiquiatría”.
De escándalos y naturaleza muy diversos, numerosos eran los conducidos por la policía parisina a la Enfermería Especial de la Prefectura de París, donde Clérambault se desempeñaba como psiquiatra, desde 1920. Con ágil diagnóstico, los médicos allí debían decidir si al interno había que imputársele el delito o no, esto es, si iría a la calle o a la cárcel. El Dr. Clérambault se destaca por la formalidad precisa de sus informes de casos, por su observación certera, indagadora y firme, incluso de los detalles más ínfimos con los que podía descubrir, en ocasiones, el incipiente comienzo de una psicosis. Su intuición le señalaba que, una vez ya frente a una psicosis desencadenada, podía llegarse con persistencia durante la entrevista, a la confesión de los primeros indicios, al primer desgarro de identidad que había sentido el aquejado. Así logró sistematizar el Síndrome del Automatismo Mental, como un conjunto de fenómenos iniciales de carácter mecánico, sin tonalidad afectiva, no sensorial y atemáticos, que sufría el psicótico, experimentando trastornos que se le imponían como automáticos e intrusivos (ejemplo: enunciación de actos, impulsiones verbales, anticipación del pensamiento, etc.)
Su nombre recorre los diagnósticos psiquiátricos también cuando se habla del síndrome de Clérambault o de la erotomanía, que describe los delirios pasionales (el paciente tiene la certeza de que una persona, por lo general de condición superior, le ama infinitamente) y que este avezado psiquiatra supo distinguir con precisión de las psicosis alucinatorias.
Tal genialidad como clínico iba de la mano de su íntimo deleite por las vestimentas de las mujeres, fundamentalmente árabes. Esta secreta pasión, avivada cuando su paso por la guerra en aquéllas tierras durante su juventud, se convirtió en su fascinación o fetiche, acompañándole durante toda su vida de solterón. Se rodeó de silenciosos maniquíes, estudiando minuciosamente las caídas de las telas, los drapeados y plisados, la disposición de los tejidos sutiles sobre los cuerpos femeninos. Llegó a impartir clases sobre esta materia durante un tiempo en la Escuela de Bellas Artes.
Era la misma mirada que él posaba con una curiosidad feroz ante el loco y ante el movimiento de una tela. Ni síntomas ni posturas escapaban de su fina observación clínica, pudiendo así detallar con delicadeza unos y otras. A pesar de que se jactó de dejar su obra “inédita” (sus discípulos luego escribieron por él), Clérambault reveló un agradecido legado para estudios posteriores, en ciencia y arte.
A partir de una operación de catarata de muy poco éxito y con grave temor de quedarse ciego, en noviembre de 1934, el altivo psiquiatra se sentó en un sillón frente al espejo, se acercó su vieja pistola a la boca y se disparó. Había dejado escrito que: “Tenemos nuestros ojos a disposición de cualquier colega que desee examinarlos.”
Sus ojos… una ofrenda.

domingo, 2 de agosto de 2009

Estadio de regreso


Regreso y no sé bien adónde ni de dónde.
Corrí durante mis vacaciones casi cada mañana en mi antiguo estadio de la universidad. En serio.
Los primeros días, iba a correr junto a mi amigo el Poeta. Pero luego de un accidente menor suyo y, creo, de nuestro mutuo aturdimiento habitual (tenemos una relación un poco a lo Myrna e Ignatius Reilly –es una broma, con su perdón), debí seguir corriendo sola.
Las calles para llegar hasta el estadio me parecían nuevas, nunca vistas, a pesar de (y seguramente debido a) la suciedad y al derroche de no –me –importa- que ha devorado a La Habana.
La entrada, una vez contorneados los inmensos muros de la Universidad, es el lugar lúgubre donde inicia la contienda verdadera entre el ánimo y la pereza matutina. El estadio sigue estando custodiado por adormilados con uniforme. Gente rara que va a dejar sus horas y sus días en ese borde definitivo entre el sol exagerado de las calles, y la cueva tan oscura e intimidante que es el recinto de entrada al estadio. Uno desciende presuroso a ese submundo del deporte, y sólo pide no tener que respirar el hedor de sus primeros escalones ennegrecidos. Libres baños improvisados las esquinas de toda la escalera. Pero se atraviesa, y una vez abajo, ya regresa toda la luz.
Algunos pocos desde tan temprano todavía dan vueltas a la pista. En una misma dirección todos. Siempre.
Ahí el start, marcado a mano (¿alzada?) en un terreno que ha sido increíblemente asfaltado, es bastante respetado por los corredores improvisados como yo. La hierba crece libre por todos lados, incluso en aquellos sitios donde no se le ha esperado jamás. Aisladas basuritas terminan por descomponerse al sol y a las pisadas. Entonces unas gradas absolutamente vacías sonríen venciéndole siempre a todo aquel que ya arranca, con ilusión, cuidando el paso. Y como si empujara, casi con desespero, el sol azota en la espalda en cada carrera, reservando enfrentarnos de viva cara hasta la mitad de cada vuelta.
El aire en tal explanada es delicioso y claro cuando hago la primera inspiración profunda. Respiro también los aullidos de guaguas no muy lejos, allá junto a la Facultad de Física donde hace mucho tiempo, me parece, conocía a alguien. Un hospital severo me resguarda desde lo alto.
Los saludos cruzados entre jadeos, al tercer día de vernos correr, y los desconocidos somos ya corredores como hermanos. ¡Qué pista, hermana y todo!
Si, se corre en círculos (apuntó B), en esa pista también agrietada. Se vuelve a pasar junto a su orilla enyerbada, el terco hierro ya doblado allá en el fondo, un lastimoso cachorro que sin piedad pide comida o cariño, es lo mismo. Siempre vuelve eso que se repite sin poder desprenderse uno de alguna circularidad que ha sido abrazada. Por momentos puede sólo pensarse en llegar una y otra vez a la meta, en nada más.
Cruzo de nuevo la línea insegura del start, aunque no tantas veces como atleta, sudando con gusto, ¿doy otra más? Ya muchos se han ido. Es hora. Salgo por fin del estadio.